jueves, 4 de agosto de 2011

LA HISTORIA COMO ARTE, LAS MUJERES COMO PASIÓN


Georges Duby. Mujeres del siglo XII.
 Santiago, Andrés Bello, 1995, 1996 y 1998, 3 t.

Leer a Georges Duby (1919-1996) es navegar por las aguas de la historia,sin naufragar en un mar de datos, notas y citas. Gracias a su pluma privilegiada y a la imaginación con la que construye sus trabajos, resultado del estudio y la reflexión continua, Duby ha logrado trascender al lector típico de textos historiográficos (en su mayoría los mismos historiadores), para hacerse leer por un público más amplio y encontrar sus obras traducidas prácticamente a todas las lenguas. Esto lo ha convertido en uno de los historiadores franceses más importantes de las últimas generaciones.
Con un afán casi pictórico, que no por ser artístico deja el rigor científico a un lado, Georges Duby convierte las páginas de sus libros en verdaderos lienzos en los que plasma la manera en que vivían, pensaban y, sobre todo, sentían los hombres y mujeres del pasado que, de esta forma, se presentan al lector como entes vivos, completos y complejos. Duby traduce el pasado a palabras y éstas se transforman en imágenes.
La producción historiográfica de Duby se centra en la Edad Media, época brutal y refinada a la vez, a la que estudió desde distintas perspectivas. En sus primeras obras se enfocó al funcionamiento de la economía y la sociedad; en un segundo momento, se orientó hacia las expresiones artísticas; más tarde, se abocó al estudio de las mentalidades, y por último, si bien dentro del área anterior, desvió su mirada hacia los individuos que componían la sociedad que tanto había observado y tratado de entender.
Dentro de este último grupo se encuentra Mujeres del siglo XII, obra que apareció por primera vez en 1995, y que resulta la culminación de una serie de estudios que Duby dedicó a la parte femenina del medioevo. El caballero, la mujer y el cura (1981) y los cinco volúmenes de Historia de las mujeres en Occidente (1991), escrita junto a Michèle Perrot, son los antecedentes de esta obra en la que el autor, a lo largo de sus tres pequeños tomos, ofrece una vista panorámica de lo que era la mujer en esa época.
Este retrato, como todos los que podemos tener del pasado, presenta ciertas limitaciones. Por una parte, los testimonios escritos en los que el autor se basa para su relato, además de escasos, provienen de un grupo específico de la sociedad, por lo que sólo pueden retratar a cierto tipo de mujer: la que por su calidad de “dama” resistió el paso del tiempo y quedó inscrita por su papel de madre, heredera, santa o compañera. Por otra parte, el grueso de los textos consultados fue escrito por hombres: tanto cortesanos como religiosos, todos ofrecen una visión sesgada por su misma calidad masculina.
Ante lo primero, Duby anuncia que sólo tratará a las mujeres cuyo recuerdo sea menos borroso; a pesar de esto, logra dibujar el perfil de las otras, las simples y llanas, que salen a relucir en el texto de forma indirecta o cuya existencia, costumbres y conducta pueden ser inferidas de lo establecido en los testimonios. En cuanto a lo segundo, el autor está conciente de que la información que le llega ha sido pasada por el filtro de la mirada masculina (a la que debe sumar la suya), pero eso, en lugar de restarle riqueza o utilidad, le suma el valor de conocer lo que el otro pensaba, lo que los Adanes creían de las Evas. Finalmente, por medio de sus testimonios, los hombres nos dejan ver a las mujeres, pero también se descubren a ellos mismos, con todos los sentimientos encontrados que les despiertan las del otro género.
La mujer del siglo XII, a ojos de los hombres de su época, aparece como objeto y alianza, esposa y amante, madre y abuela, poder y debilidad, vida y muerte, pecadora y santa, bruja y hoguera, presencia e imaginario. Es una fuerza inmensa, inconmensurable, incontrolable. Es peligrosa para los demás y para ella misma, no es capaz de controlar sus apetitos y sus deseos, es un mar de lujuria. En el torbellino de su perdición, arrastra a todo el que se le pone enfrente: monje, caballero o simple siervo. El hombre, más fuerte y superior por naturaleza, no tiene nada que hacer frente a ella más que tratar de contenerla, convencerla de su propia inferioridad, de su necesaria sumisión. La mujer, a la vez que poderosa como dueña de un nombre y un territorio, es siempre custodiada, limitada, medida: a falta de padre, un hermano; a falta de esposo, el hijo mayor; constantemente bajo tutela de un varón.
Ciertamente, y como Duby ilustra a la perfección, estas ideas y estas conductas están inmersas en distintos e importantes procesos, de los que son causa y efecto a la vez. Durante el Medioevo, a diferencia de la imagen que de esa época ha predominado (oscura, ignorante, fanática, estática), plantaron sus cimientos muchas de las ideas, costumbres e instituciones que marcaron el devenir de la cultura occidental. El siglo XII, en especial, es testigo de grandes cambios: la conformación de la sociedad cortesana; la adopción y “civilización” de grupos extranjeros que la invadían, pero que a la vez eran conquistados por la cultura de los sometidos; el progresivo poder que la Iglesia tuvo sobre este mundo, al que empezó a regir y manejar por medio de la instauración de sacramentos, códigos morales y, sobre todo, el control de la sexualidad.
Estos procesos resultan claros tras la lectura de los tres tomos de Mujeres del siglo XII que, aunque pueden ser leídos por separado pues cada uno ofrece una visión integral del aspecto del que se encarga y se basan en distintos tipos de fuentes, en conjunto dibujan un cuadro más acabado y completo.
En el primer tomo, Georges Duby presenta una serie de figuras femeninas, elegidas entre las menos oscuras: la terrible reina Leonor; la evangélica y emblemática María Magdalena; Eloísa, la de Abelardo; la silenciosa heroína literaria Iseo; Juette, la casi santa; Soredamor y la Fenice, legendarias y ejemplares, consideradas un mismo prototipo de mujer debido a las características que comparten. A través de las historias de estas mujeres, Duby analiza el comportamiento de la sociedad feudal ante la relación mujer-hombre y su idea del amor, ese sentimiento que dictaba cierta forma de vida y comportamiento al que se le respetaba y temía de igual manera. Todas estas mujeres, ya sea extraídas de la vida real, los Evangelios o la literatura, están cerca de la leyenda y por ella se vuelven útiles: son modelos a seguir o a evitar, son piezas fundamentales para la construcción de imaginarios que justo en esa época la Iglesia buscaba imponer en la sociedad cortesana.
El papel que las grandes matronas tenían dentro de los linajes reales es el tema del segundo tomo. En él, Duby recupera la memoria que los herederos de las grandes casas nobles quisieron rescatar y conservar de sus madres y abuelas, de sus antepasadas (como él las llama) que les legaron honores y tierras, y de las que les venía en línea directa su poder y dignidades. Las mujeres, aunque no trascienden su calidad de objetos, se descubren ante nuestros ojos como las piezas clave en el sistema de la nobleza, como elementos indispensables y entrañables para poderosos caballeros, reyes y obispos: al ser casadas con hombres de una condición inferior a la suya (sus tutores las otorgaban como premio a la obediencia de sus vasallos y al valor de los guerreros), sus hijos heredaban siempre mayores honores de su parte que la de sus maridos.
En el tercer tomo, Georges Duby recoge el juicio que tenían de las mujeres los hombres de Iglesia que dirigían su conciencia y se esforzaban por sacarlas de su perversidad natural. A lo largo de interpretaciones de los Evangelios, guías de confesión y otros textos de la misma índole, Duby logra retratar lo que para los religiosos significaban las mujeres, dignas hijas de Eva. Traidoras, pendencieras, avaras, ligeras, celosas, verdaderos “vientres voraces”, se las pinta como a la antigua quimera: cabeza de león, cola de dragón y cuerpo, no de cabra, sino de hoguera.
Finalmente, Duby nos ofrece su muy personal imagen de las mujeres del siglo XII:
Por lo menos en su territorio, bajo los velos con que la autoridad masculina las cubre, en los recintos donde querrían tenerlas encerradas y detrás de la pantalla que levantan ante los ojos del historiador las invectivas y el desprecio de los hombres, las adivino sólidamente unidas por los secretos que se transmiten y por las formas de amor comparables con las que configuran la cohesión, en esa época, de las compañías militares, investidas de grandes poderes sobre la vida doméstica por su condición de esposas, sobre su descendencia por la maternidad, sobre los caballeros que las rodean por su cultura, por sus atractivos y por las relaciones que se supone mantienen con las potencias invisibles, las adivino, dije, fuertes, mucho más fuertes que lo que imaginaba, y, por qué no, felices.

Tan felices y tan fuertes, pero sobre todo tan llenas de pasión, que los hombres les temieron de tal forma que tuvieron que inventar prisiones, tanto físicas como mentales, para mantenerlas a raya, para que ellos pudieran estar a salvo.

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Publicado originalmente en: Asamblea. Órgano de difusión de la Asamblea Legislatura del Distrito Federal, II Legislatura, 3a. época, vol. 1, no. 2 (abril 2001), pp. 59-60.

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