La historia de los progresos de las naciones en la carrera de las ciencias nos ofrece mil esfuerzos infructuosos por mucho tiempo, frecuentes errores, adelantos casi imperceptibles, y lo que es más, una multitud de obstáculos poderosos opuestos a medios débiles por sí mismos, y que no han podido tener fuerza sino en virtud de su unión y de la perseverancia de las personas que los han empleado.
Introducción, El Ateneo Mexicano, 1844.
EL NUEVO PAÍS ÁVIDO DE INSTITUCIONES
La primera parte del siglo XIX fue para México el inicio de su vida independiente. Esta nueva vida representó a la vez una continuación y una ruptura con muchas de las instituciones culturales que había heredado de la etapa anterior. El resultado de este proceso fue la construcción de una nueva nación que, si bien no podía negar sus raíces, buscaba tener una identidad propia.
Las asociaciones científicas y literarias que surgieron a partir de la década de los treinta de aquel siglo son un ejemplo indudable de esta búsqueda de lo mexicano que no pudo –y en cierta medida no deseó– separarse de lo español. Los hombres que las construyeron, en su mayoría educados o aún provenientes de España, estaban conscientes de que negar el pasado, que para ese momento era casi inmediato, era realmente imposible y que para construir instituciones estables, duraderas y provechosas debían echar mano de lo que ya había sido probado en otras latitudes, empezando por la que hasta hacía poco había sido su Madre Patria.
De esta manera, los pioneros de esta faena tomaron como suyos los institutos, colegios, academias, ateneos, sociedades y liceos de origen europeo, y los convirtieron en las plataformas sobre las que pudieran montar una literatura nacional, una ciencia y una tecnología útiles para el desarrollo del país y un sistema educativo que les permitiera formar a los nuevos ciudadanos. En este proceso confluyeron diversos aspectos de la realidad nacional que hicieron posible, frenaron o dieron una dirección distinta al desarrollo de las asociaciones culturales, dependiendo de las circunstancias. El estado de la economía, la política y las relaciones con el extranjero dieron forma al destino de estas instituciones, en las que las buenas intenciones, el conocimiento y la experiencia tuvieron que unirse con las influencias políticas, el poder económico y hasta el parentesco para hacer posible su funcionamiento.
La historia de estos establecimientos decimonónicos, clave para entender el desarrollo de la educación, la ciencia y la cultura mexicanas, aún queda pendiente para la historiografía nacional. Uno de los trabajos más logrados al respecto es el de Alicia Perales,[1] en el que la autora pasa revista a las asociaciones literarias (nombre bajo el que acoge también a las abocadas a la ciencia) existentes entre 1801 y 1910, tanto de la capital como de la provincia. Entre ellas destaca el Ateneo Mexicano, hecho a semejanza del madrileño, que funcionó con algunas interrupciones entre 1840 y 1851.
Sin embargo, es necesario desentrañar la idea que tenían los ateneístas de hacer cultura. Para ello, es fundamental valerse del análisis de diversos documentos internos que publicaron en su órgano oficial y que hacen referencia a los años de su fundación entre 1840 y 1841, y a su reestructuración en 1844. De esta forma se pueden conocer las razones por las que los ateneístas buscaban “iluminar” a sus compatriotas, e incluso a qué compatriotas se dirigían y por qué, los medios que escogieron para lograrlo y los fines que buscaban conseguir.
EL ATENEO MEXICANO
El 22 de noviembre de 1840 se llevó a cabo la junta para la fundación del Ateneo Mexicano. A esta primera reunión, realizada en la sala rectoral del Colegio Mayor de Santa María de Todos los Santos, asistieron los diecisiete personajes responsables de su nacimiento: Ángel Calderón de la Barca, José Gómez de la Cortina, Juan Nepomuceno Almonte, Luis Gonzaga Cuevas, Juan N. Gómez de Navarrete, Andrés Quintana Roo, Juan Bautista Morales, José María Casasola, Joaquín Román, Manuel Moreno y Jove, Miguel Valentín, Guadalupe Arriola, Luis Gonzaga Movellán, Pedro Ahumada, José María González de la Vega, Agustín Flores Alatorre y Pablo Vergara.
Los antecedentes más cercanos a esta reunión eran las tertulias realizadas desde principios de 1840 por Gómez de la Cortina y Calderón de la Barca. Al entusiasmo que mostraba el resto de los asociados, ellos aportaron la experiencia que tenían como miembros de distintas sociedades culturales en España. Gómez de la Cortina perteneció durante su estancia en ese país a la Real Sociedad Económica de Valencia, la Real Academia de la Historia y la Greco-Latina, y desde su regreso a México en 1832, había formado parte de la Sociedad de Literatos, el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (para entonces, Comisión de Estadística Militar) y la Academia de la Lengua. Por su parte, Calderón de la Barca, primer embajador español en el país, participó en el Ateneo de Madrid, de cuyo funcionamiento y regulación dio noticia detallada a los futuros ateneístas mexicanos.
El Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid se fundó en 1835, un año antes que el Liceo Artístico y Literario. Ambas asociaciones fungieron como ejemplos a seguir por los hombres de letras mexicanos y, en el ámbito español, fueron consideradas como la inauguración de una época de regeneración cultural. A este respecto, decía Ramón de Mesonero Romanos:
Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas sociedades; las sesiones de competencia, representación y juegos florales de la segunda, ofrecían por entonces tan halagüeño y seductor espectáculo para las letras y para las artes, que parecía inconcebible la simultánea existencia de una guerra civil enconada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas útiles para las ciencias de la política, de la administración y de la literatura; no sólo dieron por resultado obras estimables en todos los ramos del saber, sino que, presentadas con un aparato y magnificencia sin igual, en suntuosos salones, frecuentados por los monarcas, la corte y lo más escogido e ilustrado de la sociedad madrileña, excitaron hasta un punto indecible el entusiasmo y la afición del público, realzaron la condición del hombre estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquél con su aureola de gloria, con su entusiasmo, sus frescos laureles, su doctrina en la boca, y en la mano su libro o su pincel.
Los mexicanos, en circunstancias que podrían parecer similares a las españolas –pues si bien no vivían una guerra civil, la situación política y económica del país era bastante inestable– siguieron su ejemplo al redactar un reglamento, primero provisional y luego definitivo. En él quedaron regulados los horarios en que permanecería abierto el inmueble del Ateneo: de 9 a.m. a 3 p.m. y de 6 p.m. a 9 p.m., la forma de ingreso y contribuciones mensuales de sus miembros –fueran nacionales o extranjeros–, el tipo de actividades que realizarían y, en resumen, la forma en que se conduciría el instituto y sus objetivos.
A la primera reunión de noviembre siguieron varias el mes posterior, y en ellas se fueron afinando cuestiones como la estructura y los órganos de gobierno del Ateneo. Desde la primera junta fueron elegidos Miguel Valentín y Pablo Vergara como presidente y secretario de la asociación, respectivamente, mientras que la comisión para redactar el reglamento estuvo formada por el último junto con los señores Gonzaga Cuevas, Quintana Roo y Gómez de la Cortina. Además, se nombró otra comisión encargada de solicitar licencia al gobierno para el establecimiento formal del Ateneo y la construcción de su edificio.[2] De esta manera, y en representación del resto de los ateneístas, que para entonces ya sumaban 64, Moreno, Casasola y Flores Alatorre se dirigieron a Luis G. Vieyra, entonces gobernador del Departamento de México. El gobierno capitalino contestó favorablemente a la petición en una misiva dirigida a la presidencia del Ateneo:
Tengo la honra de decir a V. S. que este gobierno no sólo la permite, y aprueba las bases, sino que excita su celo y patriotismo para que haga se verifique empresa tan honrosa como útil, y así a V. S. como a los demás señores les doy las más expresivas gracias por haberla acometido, prometiéndome de su ilustración que llenarán los grandes fines que se han propuesto.[3]
El Ateneo fue formalmente instalado el 17 de enero de 1841. Buscando su mejor funcionamiento, se decidió dividirlo en secciones, cada una con la responsabilidad de organizar las cátedras de sus distintos ramos y a cargo de su respectivo presidente: de ciencias morales, Miguel Valentín; de ciencias naturales, Juan Orbegozo; de botánica y agricultura, Miguel Bustamante; de historia, José María Bocanegra; de literatura, Manuel Moreno y Jove; de geografía, José Gómez de la Cortina; de legislación, Manuel de la Peña y Peña; de idiomas, Lucas Alamán; de industria, Ignacio Cumplido; de fomento del Ateneo, Juan Nepomuceno Navarrete; y de redacción del periódico, Andrés Quintana Roo.
Junto a las cátedras y la publicación de su órgano oficial, la otra actividad principal del Ateneo sería la de organizar una biblioteca y una hemeroteca: la primera estaría formada por volúmenes donados por particulares y después sería enriquecida con la mitad del fondo de la antigua biblioteca del Estado de México, mientras que la segunda contendría volúmenes de las principales revistas y periódicos científicos y literarios del país y el extranjero. Esta sección del Ateneo formó parte de la vida cotidiana de los hombres de letras de entonces, quienes hicieron de ella un espacio importante para su convivencia, tal como habían hecho anteriormente con varias librerías y cafés. Manuel Payno cuenta en una de sus crónicas cómo se dirigió al Ateneo “a leer con permiso del conserje algunos periódicos”[4] cuando se le hizo demasiado temprano para realizar una visita.
En cuanto a las cátedras, las primeras en dar inicio el mismo 1841 fueron las de geografía, industria y botánica, pues las demás tardaron un poco más en organizarse. Aunque en general eran brindadas en forma gratuita, ocurría que un profesor externo, nacional o extranjero, pedía un local a la asociación para dar su lección ahí. En ese caso, se imprimían boletos para asistir a las cátedras; un cuarto de los mismos se repartían entre los socios para que éstos los distribuyeran gratuitamente entre quienes gustaran y el resto eran vendidos. Las ganancias se invertían en la compra de materiales (mapas, instrumentos de física, enseres de química, publicaciones), “prefiriendo siempre lo útil a lo agradable”.[5]
Aunque en los anales del Ateneo, reproducidos en su periódico, se mencionan diversos reportes en los que cada presidente de sección informaba al resto de los miembros sobre el número de asistentes, la temática y el resultado en general de las cátedras, las cifras precisas no fueron incluidas en los mismos y se desconoce a la fecha su paradero. De esta manera, la poca información que existe sobre las cátedras proviene de fuentes que las mencionan de manera indirecta. Este es el caso de otra crónica de Manuel Payno en la que, al referirse a un hombre con un “sombrero puntiagudo y retrógrado y abultadas y grandes narices”, nos dice que sus facciones en conjunto “formaban una figura geométrica que no acertaré a decir si era triángulo, cono o romboide; pero que muy bien hubiera servido para explicar algo de esto en la cátedra de geografía del Ateneo”.[6] Al respecto, tal vez la referencia más cercana de las primeras clases sea la trascripción de las “Lecciones de geografía” impartidas por José Gómez de la Cortina, publicadas por I. G. (posiblemente Ignacio Gondra, otro ateneísta) en El Semanario de las Señoritas Mejicanas.
Mientras las cátedras dieron inicio en 1841, como ya se mencionó, la publicación del periódico no fue más que una intención durante los primeros años del Ateneo. Esto se puede deber a una suspensión temporal de sus actividades que probablemente ocurrió entre 1842 y 1844, de la que sólo se tiene referencia gracias a un comentario en su periódico cuando, finalmente, salió a la luz:
Circunstancias independientes de la voluntad de los socios, paralizaron después el curso de los trabajos literarios del Ateneo, que sin embargo ha continuado emprendiendo los que ha sido posible, hasta poder presentar hoy [1844] una prueba de que no han sido estériles los sacrificios emprendidos.[7]
De esta manera, aunque no se sabe lo sucedido a la asociación en ese periodo, es seguro que para 1844 logró una reactivación y redefinición de objetivos, funciones y actividades. El número de secciones en que se dividía el instituto aumentó, así como los miembros que las presidían. A pesar de que este incremento correspondía al de materias en las que se interesaba la asociación, esto se contraponía a la cantidad de socios del mismo que disminuyó a 27, más 8 corresponsales. Lo anterior seguramente estaba relacionado con la reciente suspensión de labores.
Entre las actividades desarrolladas por los ateneístas también ocurrieron cambios. Aunque se conservaron la biblioteca y la hemeroteca en el recinto, las cátedras fueron sustituidas por lecturas públicas semanales, con las que se esperaba beneficiar a un número mayor de personas. Las lecturas, cuya organización estaba en manos de cada sección, serían trascritas en el periódico de la asociación que a partir de entonces sería finalmente publicado. En el mismo se incluirían también otros artículos que trataran temas de interés para los ateneístas y que no hubieran salido a la luz con anterioridad, dando preferencia a los que trataran sobre la industria manufacturera, la aplicación de las ciencias a las artes y otros temas que resultaran útiles al desarrollo de la nación. También se publicarían extractos de documentos históricos procedentes de archivos o en manos de particulares que fueran de provecho para los lectores.
Así, bajo el nombre de El Ateneo mexicano, dio inicio la publicación del periódico de esta asociación, cuyo primer tomo abarcó de marzo a noviembre de 1844 y el segundo cubrió sólo enero de 1845. Para los estudiosos de la prensa decimonónica, representa
la culminación de una tendencia cultural sostenida por el periodismo literario mexicano durante las primeras décadas de la centuria anterior: la propagación de conocimientos entre todas las clases sociales […]; la difusión de estudios, discursos, tratados y publicaciones europeos; el fomento y extensión de la instrucción primaria.[8]
IDEA DE HACER CULTURA
Gracias a los documentos internos del Ateneo publicados en su periódico se puede conocer la forma en que sus socios, hombres de letras y de política de la época, creían cómo, para qué y para quién debía hacerse la cultura. Estas ideas, aunque en esencia fueron mantenidas, variaron un poco entre los años de su fundación y los de su reestructuración como se verá a continuación.
En un principio, hacia 1840 y 1841, los miembros fundadores del Ateneo definieron su organización como una reunión amistosa, una sociedad de amigos y una obra filantrópica cuyo beneficiario era, probablemente, el país entero en donde las cuestiones políticas no tendrían cabida, pues su principal objetivo sería “que proporcionándose al pueblo los medios de instruirse sin gastos, se fomentase el espíritu de asociación que tantos y tan señalados bienes produce hoy en el mundo civilizado”.
Estas dos metas principales: la ilustración del pueblo, sobre todo el de bajos recursos, y la constitución de un lugar en que los “sabios” mexicanos pudieran acrecentar sus conocimientos y “divertirse con el trato mutuo”, quedaron establecidas desde el reglamento provisional de la asociación y serían una constante en toda su historia. La primera fue compartida por el grueso de asociaciones fundadas durante la primera mitad del siglo XIX, pero llama la atención el hincapié de la segunda, que no fue explicitada por ninguna otra. Esto podría deberse a varios factores. En primer lugar, y debido a la situación del país, los hombres de letras debían dedicar buena parte de su tiempo a actividades relacionadas con la política y el servicio público, pues existía un déficit en el número de personas capacitadas para tales tareas. Esta circunstancia hacía que las ciencias y las letras no fueran, en lo general, sus actividades primarias, lo que podía llevarlos a una dispersión demasiado pronunciada de sus intereses. Por ello, brindarles un lugar en el que pudieran concentrar sus esfuerzos y enriquecerlos con la experiencia de otros, resultaba para los ateneístas una necesidad fundamental.
Después, se encontraba la dificultad para obtener los materiales con los cuáles realizar sus estudios: conseguir los libros, mapas e instrumentos necesarios era una labor ardua y demasiado costosa. Aunque en varios casos esta dificultad era superada por la fortuna de algunos particulares que fungían como mecenas, en general los interesados en la cultura dependían de los pocos espacios en los que se les ofreciera esta clase de elementos.
Era por estas razones que los ateneístas a la par que buscaban extender la educación a sus compatriotas menos afortunados (o menos iluminados), querían proporcionar a sus semejantes y a ellos mismos un lugar en el que pudieran intercambiar ideas y medios para generarlas. El discurso de apertura del presidente del Ateneo apuntaba hacia esta dirección cuando decía que la institución sería
una asociación de amigos que han designado un lugar de comunicación agradable, que les ofrezca los medios de recreo e instrucción en el mutuo comercio de sus ideas, en la lectura de los mejores periódicos del mundo, y de las obras más célebres por su utilidad. La conversación, el manejo de tales escritos, despertarán ideas y miras benéficas cuya ejecución se facilitará por el esfuerzo de todos.
Los socios, además de compartir sus conocimientos en las cátedras que impartían sin sueldo alguno, colaboraban al mantenimiento de la asociación con cuotas mensuales, de las que sólo estaban libres los profesores del Colegio de Minería y del Jardín Botánico, como era el caso de los hermanos Benigno y Miguel Bustamante. Además, debían asistir a las juntas regulares que celebraban en la institución, so pena de pagar una multa en caso de falta injustificada y sin dar aviso oportuno. Estas sanciones se debían a que el Ateneo no recibía subsidio alguno del gobierno, a diferencia de otras asociaciones del mismo tipo a las que, al menos en papel, tenían otorgado un presupuesto para realizar sus actividades. Por ello buscaba exacerbar el sentimiento patriótico y filantrópico entre los ateneístas con discursos como el que se les dirigió en la inauguración de su instituto:
Cuánta gloria ilustrará, cuánto amor y respeto serán tributados a los individuos del Ateneo, que animados solamente del hidalgo y sublime deseo de ser útiles a sus conciudadanos, les hicieron el precioso sacrificio de su tiempo, de su descanso, y quizá de su salud; no prometiéndose otra recompensa que la ilustración ajena.
Los destinatarios ideales de esta ilustración eran, desde el principio, los indigentes, las clases menesterosas, “pues todavía entre nosotros no han descendido hasta las clases últimas de nuestra sociedad los conocimientos útiles”. Para beneficio de ellos, se pensó en brindar lecciones y publicar en su órgano oficial artículos con un lenguaje sencillo al alcance de la mayoría. Sin embargo, las buenas intenciones tuvieron que esperar hasta 1844, año en que el periódico de la asociación salió a luz.
Desde la elaboración del reglamento provisional del Ateneo se tuvo en mente un periódico “destinado únicamente a la propagación de los conocimientos útiles, señaladamente para la clase menesterosa y menos instruida”. En cuanto a su contenido, junto a las cuestiones meramente científicas, se pensó en consignar también, en algunas ocasiones, “principios de moral” revestidos “con los atavíos de la fábula”. Esto fue seguido fielmente por los futuros editores de El Ateneo Mexicano, aunque la prioridad siempre fue la ciencia y sus aplicaciones pues, si bien se buscaba hacer del conocimiento una cuestión atractiva para la generalidad, el utilitarismo marcaba las pautas.
La lucha a favor del conocimiento y el progreso del país fue el motor que alentó a los ateneístas a realizar todas estas labores. Ésta se libró con un tono de optimismo pues, al menos en su discurso, nunca dudaron que alcanzarían el triunfo. Para ellos, “la sabiduría, como el sol, se manifiesta y siente un impulso irresistible para comunicarse”. Este sentimiento inspiró el “Rasgo poético” leído por Francisco Ortega en la ceremonia de apertura del instituto. En este texto el autor hacía toda una apología del conocimiento y de las aportaciones de la civilización romana al mundo, empezando por su Ateneo, origen primero de las asociaciones de este tipo. Ortega inicia con la lucha de Roma contra los “bárbaros” y la compara con la cruzada de los sabios frente a la ignorancia. Esta pelea según el orador, fue retomada posteriormente por las naciones europeas que, despertando de su letargo, rompían las cadenas de la tiranía, es decir, del oscurantismo. México, finalmente, se sumaba a este esfuerzo:
Ya, ya siguen tu ejemplo y nobles huellas,
Y eternizando tu renombre claro,
Ansiosos de saber, y en pro del pueblo,
Único norte suyo, procurando,
De las antorchas mil que tú encendiste
Una te piden hoy con que alumbrados
Aumenten de su patria la ventura,
Del pobre agricultor y el artesano
El paso incierto guíen, siendo todos
Útiles e ilustrados ciudadanos.
El tono optimista y apologético con que los ateneístas comenzaron sus labores en 1841 fue, si no abandonado, sí matizado para 1844. Posiblemente el cierre que experimentaron los hizo reflexionar en torno a la adversidad de su entorno y la fragilidad de sus esfuerzos. De esta manera, dieron inicio a la publicación de El Ateneo Mexicano con una introducción en la que recuperaban la historia, fallida y triunfal, de las asociaciones culturales en España, Francia e Inglaterra, de las cuáles se consideraban herederos, para hablar de su situación:
Sujetos nosotros a las leyes comunes de la naturaleza, lo mismo que todas las naciones del mundo, hemos pagado el tributo a nuestra inexperiencia, viendo fallidos todos los esfuerzos que hasta el día de hoy habíamos hecho para consolidar en nuestra patria un establecimiento científico, semejante a los que en algunos países de Europa producen hoy los benéficos frutos de que todos somos partícipes, esto es, un establecimiento que no solamente fuese conservador de las luces, sino el manantial de donde se difundiesen estas en todas las clases de la sociedad, facilitando al mismo tiempo los medios de adquirirlas, y venciendo todos los obstáculos que pudieran oponerse a tan noble designio, la ignorancia, la indiferencia o la malignidad.
Más adelante en el texto, hacían énfasis en la negativa a ser como las instituciones que sólo fungen como conservadoras del conocimiento, entre las que se cuentan las academias. La utilidad de éstas era muy limitada, “porque sus tareas permanecían, por decirlo así, oscuras, como confinadas a un muy corto número de personas”. De esta idea partieron las principales medidas tomadas para la nueva etapa del Ateneo mexicano. Con el fin de evitar esta especie de aislamiento y aumentar el auditorio beneficiado por sus actividades decidieron sustituir las cátedras por lecturas públicas y lanzar, finalmente, su periódico.
La idea de educación que ahora esgrimían se oponía totalmente a la antigua, caracterizada por ser difícil, costosa y escasa. Brindada por universidades y colegios, esta educación se le ofrecía al que intentaba adquirirla “a costa de sacrificios pecuniarios, del sacrificio todavía más duro e injusto de la razón natural, y de la sujeción forzosa a mil prácticas y usos que hubieran parecido extravagantes y bárbaros, aun en medio de la barbarie del siglo XI”. Según los ateneístas, este modelo educativo era probablemente la causa de que la juventud mexicana tuviera la fama de no aficionarse al estudio, al grado de privarse voluntariamente de él. Para su fortuna, la experiencia que habían tenido con las lecturas en el pasado y las cátedras en ese momento contradijo esta creencia:
Es un espectáculo tan consolador como tierno el que ofrece el Ateneo, al presentar sus cátedras rodeadas de una multitud de personas de todas edades, estados y condiciones, que voluntariamente acuden a adquirir en aquel establecimiento los medios de aplicar el ingenio a las artes, a las ciencias y a las bellas letras, esto es, la verdadera instrucción, el amor al trabajo, y las luces necesarias para conocer nuestros deberes, y asegurar la felicidad posible en esta vida.
A la luz de la instrucción moderna que el Ateneo quería ofrecer, el papel de su publicación periódica sería el de difundir los conocimientos generados y divulgados por los ateneístas en sus lecturas y por los hombres de ciencias y de letras en general, interesados en colaborar con el proyecto. El hincapié estaba puesto, como en las demás actividades del instituto, en la forma en que se propagaban las luces, por lo que la publicación debía reunir “la solidez de principios a la variedad de materias, y que despojando a la instrucción de su aspecto ceñudo, la presente risueña, placentera, y a veces juguetona a todas las clases de la sociedad”.
Los artículos y lecciones que se publicarían en El Ateneo Mexicano debían ser, preferentemente, de origen mexicano. Al menos esa era la intención de sus editores quienes, si bien consideraban que “nuestra nación necesita más que otras muchas apropiarse las riquezas de las demás, antes de afanarse por aumentar el caudal de los conocimientos nuevos”, exclamaban esperanzados: “¡ojalá los autores nacionales puedan llenar las páginas del periódico, sin necesidad de mendigar auxilios extranjeros!” Los ateneístas sabían que para lograr esto era necesario aludir a los sentimientos de generosidad y patriotismo de los hombres de ciencia mexicanos y, por qué no, a su ambición personal. Este último elemento era, a su parecer, el motor que había hecho posible la existencia de las sociedades científicas y literarias a lo largo de la historia:
Las asociaciones científicas producirán siempre una utilidad real, aún cuando no sirvan más que a obligar a entrar en la carrera de las ciencias y de las artes, a muchas personas que vivirán ociosas y desconocidas, sin la esperanza de ver escritos sus nombres en los registros o anales de un establecimiento; porque el amor propio bien entendido, es el más poderoso resorte de que pueden valerse la moral y la política para sacar partido de los hombres, y a esta circunstancia han debido en gran parte su existencia las academias y demás cuerpos científicos que mantenían y fomentaban el verdadero saber en el mundo civilizado, a principios del presente siglo.
Movidos por la filantropía o la ambición, los hombres que fungían como profesores en el Ateneo eran mexicanos que, voluntariamente y a expensas de sus hábitos y salud, ofrecían sus cátedras de manera gratuita. Muchos de ellos incluso se sujetaban “al ímprobo trabajo de estudiar de nuevo, para poner en práctica por primera vez entre nosotros los métodos modernos que se siguen en Europa, sin diferencia alguna”, y en muchos casos volvían a las aulas como alumnos de otras cátedras, con lo que daban “ellos mismos el ejemplo del aprecio que merece la instrucción, y de la necesidad que todos tenemos de ella”. Este esfuerzo iba de la mano con las contribuciones económicas de un peso mensual con las que, al igual que el resto de los miembros, mantenían al Ateneo. Este ingreso era el único que recibía la asociación, aunque se afirmaba que el gobierno mostraba gran interés en la prosperidad de la asociación, pues “¿quién podrá poner límites al desarrollo de la afición y de la pasión a las luces en un país libre?”.
El espíritu que invadía a los miembros del Ateneo y que parecía contagiarse a los que a él asistían y hasta al mismo gobierno, estaba plasmado en el epígrafe de su periódico, Omnium utilitati, “para provecho de todos”, y en sus máximas: “la perfecta igualdad, la mejor armonía, el amor y dedicación al trabajo, la cooperación constante, y el más noble y patriótico desinterés”. Al tenor de estas ideas era que los ateneístas se las arreglaban para, con su escaso presupuesto, proveer gratuitamente a sus alumnos de los libros y utensilios que precisaban en cada cátedra, así como adecuaban los días y las horas de enseñanza a las necesidades de éstos. Estas acciones buscaban beneficiar al público en general, aunque estaban dirigidas especialmente a los artesanos, uno de los grupos a su parecer más necesitado de apoyo y que sólo en un establecimiento como el Ateneo podría encontrar la educación que de otra forma le era imposible conseguir.
Estas virtudes hicieron del Ateneo Mexicano uno de los proyectos culturales más exitosos de la primera mitad del siglo XIX. Durante sus casi diez años de existencia proporcionó un lugar dónde compartir, difundir y aprender nuevos conocimientos a compatriotas de todas las edades, clases y procedencias. Sabios y neófitos, condes y artesanos, todos tuvieron la posibilidad de convivir bajo un mismo techo siempre y cuando compartieran un mismo interés: el progreso por medio de la instrucción.
[1] Asociaciones literarias mexicanas. Siglo XIX, UNAM, 1957, 276 pp.
[2] Cabe destacar que ninguna de las fuentes consultadas hasta el momento hace alusión al edificio del Ateneo.
[3] “Anales del Ateneo”, en El Ateneo Mexicano, t. 1 (1844), p. 262.
[4] Payno en “Una visita”, artículo de enero de 1842, publicado en El Siglo Diez y Nueve., reproducido en Costumbres mexicanas. Obras completas IV, CONACULTA, 1998, p. 26.
[5] “Anales del Ateneo. Segunda Junta”, p. 143-144.
[6] Manuel Payno “Costumbres”, artículo publicado en enero de 1842 por El Siglo Diez y Nueve.
[7] “Anales del Ateneo”, p. 24.
[8] María del Carmen Ruiz Castañeda, “Hemerografía científica. El Ateneo Mexicano. Omnium utilitati. Órgano de la asociación del mismo nombre (1844-1845)”, en Ciencia y Desarrollo, vol. 24, no. 138, p. 65.
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Publicado originalmente en: La Crónica Cultural, no. 43 (24 ene. 2004), pp. 7-9.
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