1. El hombre y sus memorias
Guillermo Prieto tuvo una vida larga (1818-1897) y activa que le permitió ser testigo y actor de casi todo el primer siglo de vida independiente del país. Los derroteros de su existencia lo llevaron de una infancia feliz a la orfandad, de recitar poemas a lavanderas de vecindad a ser orador frente a presidentes, de ser tan sólo un empleado en la más absurda burocracia a dirigir el rumbo económico del país, de ser un pícaro novelesco a convertirse en una de las figuras más importantes y apreciadas del México decimonono.
Sus paseos por los mundos cultural, político, económico y militar, vividos desde la perspectiva más popular hasta la más encumbrada, fueron producto de las circunstancias del momento. Prieto fue uno de los hombres cuya
múltiple actividad es la connatural a los hombres que en situaciones críticas sirven a un país, a una causa, a una idea. Seres multifacéticos que obligados por un ideal constructivo, desenvuelven su amplia personalidad y resuelven con inteligencia las dificultades surgidas en el desempeño de sus funciones.[1]
Y es que la urgencia por construir una nación y por saber hacia dónde llevarla hizo que surgieran estos grandes personajes que, gracias a su preparación o por vía de la necesidad, fueron haciendo patria según la manera en que ellos la concebían. Liberales, moderados y conservadores, todos llenos de errores y aciertos trataron de llevar a cabo su idea de México y de los mexicanos. Prieto, una de las grandes figuras del bando liberal, intentó realizar su proyecto de república por distintas vías, siendo dos de las más importantes la construcción de una literatura nacional y el registro de lo que a sus ojos aparecía como la esencia, como el ser del mexicano.[2]
Estos intereses (casi necesidades) los llevó a la tinta y al papel en obras como Memorias de mis tiempos, donde dejó registro de los hombres y lugares que conoció en su paso por callejones y vecindades, grandes salones y ministerios, los cuales fungían como su “observatorio de costumbres”. Como ejercicio de remembranza, en el que se combinan historia y literatura, Guillermo Prieto empezó a escribir estas memorias en 1886, cuando contaba con 68 años, y en ellas dejó constancia de lo sucedido en un periodo de 25 años de historia, la suya y la de su México. Con una modestia que casi se antoja falsa debido a lo innegable de su trascendencia, que de seguro era clara para él mismo, el autor explica su presencia en sus escritos de la siguiente manera:
Con el designio de ocupar a los lectores lo menos posible de mi insignificante personalidad, puse a estos recuerdos por título “Memorias de mis tiempos”, relatando más bien mis impresiones de las cosas que ocurrían a mi alrededor; pero tal propósito no podía llevarse a cabo en todo lo que muy de cerca me atañe.[3]
Estos tiempos de los que hace memoria se encuentran divididos en el libro en dos partes, una que comprende de 1828 a1840 y otra de 1840 a 1853. Cabe aclarar que el responsable final de la obra no fue el propio autor, sino el bibliófilo Nicolás León, a quien le fueron encomendados los manuscritos de Fidel para darles forma y publicarlos en un volumen que sería continuado por los Viajes de orden suprema. Finalmente, las Memorias salieron a la luz en forma independiente y, sin quitarle méritos al editor, con varias deficiencias tanto en el orden dado al material como en las evidentes omisiones o repeticiones de pasajes.
En todo caso, las Memorias, junto a otras obras de Prieto, resultan fuentes invaluables y casi únicas para estudiar aspectos de la vida mexicana tan distintos como la comida, el vestido, las costumbres y tradiciones, las diversiones públicas y privadas, los personajes de la política, la economía y la cultura, los héroes de la guerra, los villanos de la burocracia, las instituciones, los ires y venires de la patria. Todo esto, con el estilo y la chispa que caracterizaron a la pluma de don Guillermo, pero también con la reflexión y la distancia que le daban los años que lo separaban de lo ocurrido. No son sus páginas un recuento de lamentos o acusaciones, sino el intento por hacer una crónica comprensiva de los tiempos idos pero que al mismo tiempo permanecen. Respecto a ésta y otras obras, dice Ernesto de la Torre Villar:
Sus Memorias de mis tiempos, los Viajes de orden suprema, sus discursos y muchas otras obras más, son testimonio vivo de una existencia profundamente consciente de que lo que narraba --con notable sabor, con emoción sincera y notable, con gran desparpajo-- era la vida de México, la historia mexicana, tal como refirió las hazañas de la Conquista el soldado Bernal Díaz del Castillo en la lengua del pueblo, del hijo del vecino, y cuyo saber llegaba hasta los nombres de los caballos de sus compañeros.[4]
2. La Academia de Letrán y otras agrupaciones literarias
Una de las historias contadas por Guillermo Prieto en sus Memorias es la de la Academia de San Juan de Letrán. Esta agrupación literaria nació de las reuniones informales en las que alumnos del Colegio del mismo nombre, dirigidos por uno de sus catedráticos, leían sus composiciones a sus cofrades para recibir críticas y correcciones, con el fin de mejorarlas. Estas tertulias, que fueron creciendo en número de miembros y en importancia, llegaron a convertirse en una de las asociaciones más famosas de principios de siglo, considerada por los estudiosos como el germen de la literatura nacional.
La creación de este tipo de asociaciones en México era una herencia de España, donde se desarrollaron bajo la influencia de Italia y Francia. Siguiendo a los modelos originales, nacieron en territorio nacional las academias, salones, tertulias y liceos que reunían a personas que compartían el mismo interés por la literatura, la música, la ciencia o la religión. Entre las primeras del periodo independiente se encontraban el Instituto Nacional, las academias de San Gregorio, la Sociedad de Literatos, el Liceo Mexicano Artístico y Literario, la Academia de la Lengua y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, siendo las dos últimas las de mayor duración, sobrevivientes hasta nuestros días. Más cercanas temporalmente a la de Letrán, se desarrollaron el Ateneo Mexicano, el Liceo Hidalgo (en su primera etapa) y el Liceo Artístico y Literario.[5]
Estas últimas, según Alicia Perales Ojeda, se ubican entre las asociaciones de la corriente literaria del romanticismo, desarrollada entre los años de 1836 y 1867, de las que la Academia de Letrán es sede inicial. Entre las características de esta escuela, Perales distingue “el rechazo a la preceptiva literaria y a la evocación de la antigüedad clásica. En México, el romanticismo prosperó por el ambiente que prevalecía debido a la inestabilidad política, que va de la consumación de la Independencia al fin del Segundo Imperio de 1867”.[6]
Además de su vena romántica, la Academia se distinguió al reunir por vez primera a literatos de distintas generaciones y con los más distintos orígenes socioeconómicos e ideario político. Para Horacio Labastida, “la Academia de Letrán hizo el milagro de unir a tirios y troyanos… Conservadores y liberales, latinistas e innovadores reuniríanse en la Academia de Letrán con un solo propósito, excepcionalmente no compartido”.[7] Este propósito era mexicanizar a la literatura o, como diría Prieto, lograr “la regeneración literaria de México, o, mejor dicho, los primeros vagidos de su emancipación”.[8]
Esta regeneración o renacimiento respondían a la situación de las letras nacionales, a las que se refiere Prieto, tomando las palabras de Francisco Pimentel en su Historia crítica de las ciencias y de las letras en México:
Sermones de oscuridad incomprensible, versos místicos en los que hay, a veces, verdaderas blasfemias; salutaciones a los monarcas que se sucedieron en España; frías imitaciones de los poetas latinos o españoles; tal era el vasallaje de las letras.[9]
3. La Academia de las memorias
Las Memorias de mis tiempos resultan fuente obligada para quien quiera conocer la historia de la Academia de Letrán. Gracias a sus páginas se puede reconstruir una “microhistoria” de la institución: se pueden conocer las características físicas del lugar en que se llevaron a cabo sus reuniones, el desarrollo que éstas tuvieron en el tiempo, el retrato físico y moral de sus miembros, así como sus producciones más importantes.
Como se dijo anteriormente, la Academia fue la institucionalización de las reuniones que tres alumnos del Colegio de San Juan de Letrán --Manuel Tossiat Ferrer, Guillermo Prieto y Juan Nepomuceno Lacunza-- acostumbraban tener en el cuarto de José María Lacunza, hermano del último y catedrático y amigo de los otros dos.
La estancia del profesor Lacunza, especie de claustro tapizado de libros, se encontraba dentro de las instalaciones del Colegio, al que Prieto describe como
un edificio tosco y chaparro, con una puerta cochera por fachada, un connato de templo de arquitectura equívoca y sin techo ni bóvedas, que pudiera pasar por corral inmundo sin su careta eclesiástica y unas cuantas accesorias interrumpidas con una casa de vecindad, casucas como pecadoras con buenos propósitos, que parecían esperar la conclusión del templo para arrepentirse de sus pecados.[10]
En ese ambiente se desarrollaba esta especie de tertulia que tenía por objeto leer las composiciones literarias de cada miembro, para que éstas fueran criticadas y comentadas por el resto. De esta forma y con este foro duraron alrededor de dos años hasta que en junio de 1836 decidieron instituirse en Academia y aceptar a otros integrantes. Estos debían presentar una composición, en prosa o en verso, que sería leída al pleno y debía ser aprobada unánimemente. Fuera de esta regla, no había más ya que, dice Prieto, “los fundadores nos habíamos pronunciado contra todo reglamento”.[11]
Con el tiempo, la gloria de las reuniones fue aumentando a la par que el número de los asistentes. Varios de los trabajos de los letranences, tanto obra original como traducciones y comentarios a autores que iban de Horacio a Cicerón, y de fray Luis de León a Goethe, vieron la luz en la prensa de la época, pero donde se encuentra reunida la mayor cantidad de sus composiciones es en los volúmenes publicados anualmente por Ignacio Rodríguez Galván, llamados cada uno El Año Nuevo y que salieron entre 1837 y 1839.[12]
Si bien estas composiciones fueron un éxito en general, no se libraron del todo de los críticos. Uno de ellos fue José Gómez de la Cortina, conde de la Cortina, defensor incansable del “buen castellano”. El conde enjuició las obras de los de Letrán desde El Zurriago, periódico a su cargo y que, según Prieto, “aunque escrito sin elevación, sin gusto, y sin filosofía ni buena educación, nos dio provechosísimas lecciones que, aunque nos irritaban, rebajaban las pretensiones del amor propio y nos abrían los ojos para seguir los buenos modelos”.[13] Pero la crítica más directa hacia estos literatos la llevó a cabo con su Ecsamen crítico de algunas de las piezas literarias contenidas en el libro intitulado “El Año Nuevo”,[14] cuya ferocidad generó a su vez la furia de los defensores de Prieto y sus compañeros. Uno de estos “proletranistas”, aunque temporalmente posterior, fue Francisco Sosa, quien dijera de la situación:
Aquel libro que, destituido de grandes pretensiones literarias, y sólo como ofrenda al bello sexo mexicano, se presentaba a la pública arena, dio ocasión al Conde de la Cortina para ostentar sus conocimientos filológicos, cebándose con inusitada crueldad en desgarrar con el escalpelo de su reverendísima crítica, los ensayos de una juventud que necesitaba estímulo para continuar en el camino que más tarde había de conducirle a una fama que será más duradera y más brillante que la de aquellos que pretenden desalentarla con sus agrios reproches.[15]
En más de un sentido tuvo razón Sosa pues varios de los miembros de la Academia de Letrán pasaron con letras de oro a la historia de la literatura nacional, mientras que Cortina sigue siendo relegado. Cabe mencionar que esta no fue la única ocasión ni la única cuestión que causó polémica entre el conde y alguno de los miembros de Letrán. Entre febrero y marzo de 1844 este personaje mantuvo con José María Lacunza una de las controversias más célebres que viera la luz en la prensa de su tiempo, siendo la primera que surgiera en torno a la enseñanza de la historia en México.[16]
El carácter discutidor que mostró Lacunza en esta polémica, así como otros rasgos físicos y morales del personaje fueron descritos por Guillermo Prieto en las páginas de sus Memorias. En ellas destaca este personaje de entre el resto de los miembros de la Academia, pues le dedica un mayor número de páginas y muestra mayor cuidado en los detalles que lo caracterizaron. En su fiel retrato destacan sus características físicas (las cuáles varían un tanto en las dos ocasiones que tiene para referirlas),[17] la relación que mantenía con la tía que lo había criado, sus estudios, su cátedra, sus composiciones, sus virtudes --entre las que destacaban “una memoria prodigiosa, una palabra fácil y elocuente, una perseverancia en el estudio que rayaba en tenaz y viciosa”--, y sus defectos, tales como su amor al sofisma “que todo lo embrollaba” y su frialdad: “ni el amor levantó tempestades en su corazón, ni la ambición le arrebató un minuto de sueño”.[18]
Lacunza aparece a los ojos de Prieto como un personaje casi monjil, encerrado en sí mismo y en sus libros, por lo que a opinión del autor, “en cuanto a lo que se llama mundo, Lacunza era un niño”.[19] En cuanto a su posterior actuación política, Prieto no lo culpa de nada. Con él se comporta tanto o más comprensivo que con otros personajes que, aunque con intereses y opiniones políticas opuestas a las suyas, trata con toda nobleza y humanidad. En todo caso, explica los errores de Lacunza como producto de sus problemas de carácter:
Resultado de uno de esos problemas fue su activísima participación en la paz de los Estados Unidos, lo mismo, estamos ciertos, fue en la cuestión del Imperio. Problemas matemáticos equivocados, sin odio y sin amor, sin tener en nada su individualidad en los resultados de esas operaciones.
No creía en nada; la consecuencia era cuestión de método: hacía el bien porque le parecía lógico, el mal lo explicaba por las leyes de gravedad.[20]
Prieto no se detiene tanto en el resto de los integrantes originales de la Academia. Del Lacunza menor, Juan Nepomuceno, nos dice que era también un brillante alumno del Colegio, gran jugador, aficionado al teatro y “formaba, en mucho, contraste con su hermano”.[21] Manuel Tossiat Ferrer, rubio melancólico de padre liberal y educación femenil, “era tímido como una paloma y modesto como una violeta”.[22] En cuanto al propio Guillermo Prieto, vale la pena destacar que era el benjamín del grupo, pues contaba apenas con 18 años, los cuales lo hacían apenas un mozalbete frente a los más maduros José María Lacunza, con 27, y Juan Nepomuceno y Manuel Tossiat Ferrer con 24. Esta diferencia de edad habla del gran talento que debieron haber reconocido en él sus compañeros para considerarlo uno de ellos.
En cuanto a los siguientes miembros de la Academia, Don Guillermo pasa revista de ellos en forma rápida, deteniéndose sólo en algunos detalles: Eulalio M. Ortega, Joaquín Navarro, Antonio Larrañaga, Manuel Carpio y José Joaquín Pesado, los dos últimos dignos representantes de las letras clásicas y amantes de la literatura bíblica. Tiempo después, se unieron Francisco Modesto de Olaguíbel, Joaquín Cardoso, Clemente de Jesús Murguía, Ignacio Aguilar y Marocho, Ignacio Rodríguez Galván, Ignacio Ramírez, Fernando Calderón, Ramón Alcaraz, Juan Navarro, Casimiro del Collado, Tornel, el padre Guevara (a quien, junto a Carpio, Ortega y Pesado, considera verdaderas “lumbreras del Cristianismo”),[23] Manuel Eduardo de Gorostiza y otros más que Prieto no menciona.
Atención especial merece el texto de entrada de Ramírez, titulado “No hay Dios”, que desató tal polémica que “si se hubiera dado a la prensa formaría época en la historia del progreso intelectual de México”.[24] Este episodio, además de hablarnos de la osadía y libertad con que Ramírez emprendía su labor literaria, nos pinta el ambiente de apertura y tolerancia que existía entre los miembros de la Academia de Letrán que, aunque claramente disímiles en cuanto a gustos, orígenes y lecturas, pudieron acoger en su seno a tan extravagante autor.
Al igual que a José María Lacunza, Prieto concede un lugar preeminente a su gran amigo Ramírez, a quien dibuja como un sabio, talentoso, insolente, cínico, sensible, susceptible y, me atrevo a decir, irresistible personaje el cual cree ha sido constantemente malinterpretado. Dice Prieto en su defensa:
Porque Ramírez no era un juglar que hacía de sus palabras un juego para fomentar el libertinaje; no era el chistoso de cantina que expende sus chistes para que se le aplauda copa en mano… no señor: Ramírez era serio y reservado, conceptuoso y poco expansivo; en sociedad parecía como la caja que encerraba otro ser dentro del que todos veían. Sus chistes eran rápidos, inesperados, como la chispa que salta de una máquina eléctrica por un choque casual.[25]
También merecedor de un lugar especial fue Andrés Quintana Roo, presidente perpetuo de la Academia, quien deslumbró a todos cuando un buen día decidió aparecerse a media reunión en el cuarto de Lacunza. Su calidad de héroe de la independencia y de las letras causó tanto impresión como orgullo a los asistentes, quienes no podían creer la dicha de tener semejante visita, que además llegó para quedarse:
El viejecito tocó la puerta, y sin más espera se entró de rondón en el cuarto y se sentó con el mayor desenfado entre nosotros, diciendo:
-- Vengo a ver qué hacen mis muchachos.
La Academia se puso en pie y prorrumpió en estrepitosos aplausos que conmovieron visiblemente al anciano… El nombre de Quintana Roo, que tal era nuestro visitante, fue pronunciado por todos los labios y por aclamación irresistible fue elegido nuestro presidente perpetuo.
El júbilo por este nombramiento fue tan ardiente como sincero; nos parecía la visita cariñosa de la Patria.[26]
Con toda la gloria y los éxitos que pudo haber cosechado, también para la Academia llegó el fin. Ya para 1839 “la Academia de San Juan de Letrán había decaído lastimosamente: la política había surtido en su seno efectos de envenenamiento”. La mayor parte de sus miembros siguieron otros destinos en la administración pública y la política nacional: “la infancia inocente y florida había pasado; el amor platónico de la gloria se desvanecía, sonriendo en los horizontes en que dominaban la ambición y el interés”.[27]
Pero aunque las reuniones y los trabajos compartidos terminaron, varios miembros de la academia continuaron con sus labores literarias y, años más tarde, formarían dos revistas: El Liceo (1844) y El Museo (1843-44 y 1845).[28] Tiempo después se formó un grupo que si bien no estaba directamente relacionado con el de la Academia, fue inspirado por su labor. El Círculo Juvenil de Letrán (1857-1858) fue fundado por Ignacio Manuel Altamirano, discípulo de Ignacio Ramírez, en el seno de la misma institución educativa y con el objeto de discutir tanto sobre cuestiones políticas como literarias.[29]
Si bien la Academia de Letrán y sus reuniones terminaron, no sucedió lo mismo con la carrera de sus miembros. Muchos se destacaron como políticos o servidores públicos, otros brillaron en el mundo de las letras y las ciencias. Para pesar de Prieto, algunos abrazaron la causa conservadora o sirvieron en el segundo Imperio, como fue el caso de José María Lacunza.
4. Para terminar
No obstante que la totalidad de la obra de Guillermo Prieto resulta de un interés enorme para los estudiosos y los amantes del siglo XIX mexicano, sus Memorias de mis tiempos siempre ocupan un lugar especial. Ubicado en la fina línea que separa (o no tanto) a la historia de la literatura, este libro además de ser una fuente incomparable para conocer los más diversos aspectos del México de entonces, se gana a quien lo lee gracias al estilo genial del autor, unas veces sentimental, otras satírico, las más de una sinceridad y un desenfado fascinantes.
En sus páginas, Prieto nos deja ver a un hombre que ha vivido muchos años y que ha vivido muchas cosas: los inicios de una nación, su defensa, su pérdida parcial, el intento por construirla y reconstruirla. Las instituciones, lugares y personajes que desfilan por las Memorias ilustran el ir y venir de esos tiempos, tan accidentados como determinantes para el futuro del país. En medio de esta historia, destaca la Academia de San Juan de Letrán como parte fundamental de la lucha por hacer patria. En su caso, ésta fue una lucha llevada a cabo desde la trinchera de las letras y en ella los letranenses se ganaron a pulso el lugar que ocupan (o deberían de ocupar) entre los grandes protagonistas de su México, hayan tenido el destino que fuese, hayan seguido al partido que fuera.
Entre ellos, Guillermo Prieto sobresale como quien no sólo fue protagonista, sino que dejó constancia de sus actos y los de sus contemporáneos para gloria de éstos, pero, sobre todo, para enseñanza de las futuras generaciones. Esta virtud de educador mezclada con historiador y literato que caracterizó siempre a Prieto es lo que hace de sus obras verdaderos clásicos de las letras mexicanas, las cuales todos deberíamos conocer.
[1] Ernesto de la Torre Villar, “Guillermo Prieto, historiador”, en Guillermo Prieto, Lecciones de historia patria. Obras completas XXVII, presentación de Boris Jélomer, prólogo de Ernesto de la Torre Villar, México, CONACULTA, 1999, p. 25.
[2] Esta búsqueda puede haber alimentado la de autores posteriores como Octavio Paz, cuya exploración del pachuco y el chicano resulta bastante cercana a la del lépero y la china de Prieto. Cfr. Octavio Paz, El laberinto de la soledad. Postdata. Vuelta a El laberinto de la soledad, 3a. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1999, 351 p.
[3] Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, 2a. ed., prólogo de Horacio Labastida, México, Porrúa, 1996, p. 159. (Sepan cuántos, 481).
[4] De la Torre Villar, op. cit., p. 37.
[5] Ver Alicia Perales, Las asociaciones literarias mexicanas. Tomos I y II, 2a. ed., México, UNAM, Coordinación de Humanidades, Instituto de Investigaciones Filológicas, 2000, p.56 y ss. (Al siglo XIX ida y regreso)
[6] Ibid., p. 73.
[7] Horacio Labastida, “Prólogo”, en Prieto, op. cit., p. xi y xii.
[8] Prieto, op. cit., p. 81.
[9] Ibid., p. 95.
[10] Ibid., p. 71.
[11] Ibid., p. 75.
[12] Alicia Perales consigna la aparición de los años nuevos entre 1837 y 1840, pero Prieto las termina en 1839, fecha que corresponde con la edición facsimilar que de ellos hizo la UNAM en su colección “Al siglo XIX ida y vuelta”.
[13] Prieto, op. cit., p. 96-97.
[14] México, Ignacio Cumplido, 1837, 42 p.
[15] Francisco Sosa, Ensayo biográfico y crítico de Don Wenceslao Alpuche, México, Imprenta del Comercio de Nabor Chávez, 1873, 199 p.
[16] Los textos que componen esta controversia fueron reproducidos por Juan Antonio Ortega y Medina en Polémicas y ensayos mexicanos en torno a la historia, 2a. ed., notas bibliográficas e índices onomásticos por Eugenia W. Meyer, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1992, p. 71-132. (Serie Documental, 8)
[17] Cfr. Ibid., p. 33-34 y 72-74.
[18] Prieto, op. cit., p. 73.
[19] Ibid., p. 74.
[20] Ibid., p. 73.
[21] Ibid., p. 74.
[22] Ibidem.
[23] Ibid., p. 83.
[24] Ibid., p.85.
[25] Ibid., p. 88.
[26] Ibid., p. 76-77.
[27] Ibid., p. 156 y 157.
[28] Perales, op. cit., p. 79.
[29] Ibid., p. 94-95.
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Publicado originalmente en: Asamblea. Órgano de difusión de la Asamblea Legislatura del Distrito Federal, II Legislatura, 3a. época, vol. 3, no. 25 (marzo 2003), pp. 63-69.
Sin duda, un libro maravilloso "Las memorias de mis tiempos". Estoy investigando todo sobre La academia de San Juan de Letrán. Buen aporte. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarSin duda, un libro maravilloso "Las memorias de mis tiempos". Estoy investigando todo sobre La academia de San Juan de Letrán. Buen aporte. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias por la lectura! Saludos!
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