Les rivières pourpres 2. Les anges de l’apocalypse (2004),
dir. Olivier Dahan
dir. Olivier Dahan
Los que en el 2000 vieron Los ríos color púrpura se llevaron, en general, una grata sorpresa. La película era un thriller bien armado a partir de la novela homónima de Jean-Christophe Grangé, con una historia lo suficientemente interesante e inteligente como para sostener fuertes dosis de acción. Los protagonistas fueron otro punto a favor: Jean Reno, en su papel del encantador rudote con corazón de oro, que hacía mancuerna a las mil maravillas con el todavía no tan conocido Vincent Cassel. El director, Mathieu Kassovitz, hizo un buen trabajo con la cinta, aunque no logró superar el furor que causó con El odio (La Haine,1995), filme de culto en que escribió, dirigió y coprotagonizó.
Como el tiempo pasa y a pocos perdona (nada más a Cher y eso gracias a los avances en cirugía cosmética), este 2005 tenemos la triste oportunidad de ver Los ríos color púrpura 2. Aclaro: no es que la primera parte sea una joya de la cinematografía mundial de todos los tiempos, pero hay niveles. Los problemas de esta cinta son varios, el primero de ellos: las ausencias. Olivier Dahan, a quien mejor ni le dedicamos una línea, sustituyó en la dirección al buen Kassovitz. Seguramente este último leyó el guión y antes de aceptar dirigirlo se fue a hacer trabajo comunitario con Robert Downey Jr., o puede ser que sus múltiples ocupaciones no se lo permitieran: después de los ríos purpúreos se ha dedicado a personificar el interés amoroso de la cuquísima Amélie (2001), el sacerdote con conciencia en Amen (2002) y a un galo en Asterix & Obelix (2002), a la par de ser seducido por los gringos para dirigir Ghótika (2003) y por la moda para ser imagen de distintos productos très chic, entre otras gracias. Una sentida ausencia más es la de Cassel, quien tal vez ahora escoge con mayor cuidado los moles cinematográficos de los que es ajonjolí, o bien dedica sus días a idolatrar a su portentosa mujer (Monica Bellucci) y en una de esas hasta a enseñarle a actuar (auch).
El lugar dejado por Cassel lo ocupa ahora otra cara joven del cine francés, que ni con su carita ni su juventud logró salvar la película: Benoît Magimel, el mismo que compartió créditos con Isabelle Huppert en La pianista (2001) y al que, después de esto, Michael Haneke seguro no vuelve a ofrecer trabajo. Y es que en la secuela de Los ríos color púrpura la fórmula se repite: policía experimentado (otra vez el capitán Niemans) se topa con policía joven (ahora el teniente Reda), cada uno investigando casos diferentes que convergen en cierto punto, y tratan de resolver el enredo hombro con hombro. El problema es que el enredo mayor se encuentra en el guión, responsabilidad de Luc Besson, tan lejos de sus buenos tiempos como de la novela de Grangé, de la cuál sólo rescató los personajes.
La historia, en la que no ahondaré para no causar problemas digestivos a los lectores demasiado sensibles, incluye asesinatos rituales con víctimas crucificadas, un grupo de fanáticos religiosos que se identifican con los apóstoles de Cristo y que gustan de tomarse fotos disfrazados como tales, unos monjes al servicio de un Christopher Lee haciendo de alemán malvado, que hubiera aportado más al filme de haber pedido prestados sus trajes de Conde Dooku o de Saruman. Las cerezas del pastel (oh, sí, hay cerezas) son una especie de monjes-ninja que brincan, pelean y corren con singular tenacidad, y que parecen una versión católica, apostólica, romana de los chinitos de El tigre y el dragón.
Al salir del cine la mayoría de los espectadores querrá decir, a la par de Clavillazo: “¡Nunca me hagan eso!”.
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Publicado originalmente en: La Crónica Cultural, no. 93 (22 ene. 2005), p. 15.
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