The Clearing (2004), dir. Pieter Jan Brugge
En este mundo imperfecto, no todas las películas pueden ser buenas. Sí, todos lo sabemos. Pero si conseguiste a dos actorazos y, sobre todo, es la segunda vez que llevas a la pantalla un mismo guión, ¿no podrían salir las cosas bien? Esta es la pregunta que muchos querrían hacer a Pieter Jan Brugge después de ver The Clearing, rebautizada para su peor suerte como Secretos de un secuestro.
Los dos actorazos a los que me refiero son, por supuesto, Robert Redford y Willem Dafoe. Claro que, como nadie es perfecto, varias veces hemos visto mermado su trabajo por malas elecciones: esta, no lo duden, es una de esas ocasiones. Gracias a una mala dirección y a un guión menos apetecible que una gelatina de hospital, ni Redford ni Dafoe convencen. Uno termina extrañando al primero cuando hacía mancuerna con Brat Pitt en Juego de espías (2001) y al segundo disfrazado de Duende Verde y montado en una especie de tabla de surf aérea con propulsión a chorro. En cuanto a Helen Mirren, con quien comparten créditos, tomó tan en serio su papel de señora bien, tan cool y políticamente correcta, que resulta una reina del hielo inconmovible y que, por lo mismo, no conmueve. Seguro se divertía más con sus Chicas de calendario (2003).
Lo más increíble de todo es que, como decía al principio, esta no es la primera vez que The Clearing es llevada a la pantalla. Claro, en estos tiempos en los que las precuelas y los remakes dominan la cartelera, no sorprende demasiado el volver a ver la misma historia revolcada, ¿pero retomar una película que se exhibió apenas tres años atrás? Me parece que ya es un exceso. En el caso de Pieter Jan Brugge puede ser que se quedó con ganas de hacer su propia versión del filme en el participó como productor. Si así fuera, hubiera hecho mejor en escoger entre sus antiguas producciones como Bulworth (protagonizada y dirigida por Warren Beatty, 1998) o The Insider (donde vimos luchar a Russell Crowe y Al Pacino contra las tabacaleras, 1999).
En fin, la historia doblemente llevada a la pantalla es la siguiente: Wayne Hayes (Redford) es secuestrado (por Dafoe) mientras se dirigía al trabajo una bella mañana, justo cuando dejaba su hermosa residencia al volante de su costosísimo auto, tras despedirse de su esposa (Mirren) que se disponía a nadar en su elegante piscina. Efectivamente, como reza la publicidad de la cinta: “ellos vivían el sueño americano”, pero como mucho de lo americano, la vida de los Hayes y la problemática que se desata tras el rapto son bastante simplonas.
La película se desarrolla en dos tiempos que se traslapan. Por un lado, somos testigos del día entero que comparten secuestrador y secuestrado, de la relación que se establece entre ambos y de los reclamos que se hacen uno al otro: que si por qué me haces esto, que si tú no sabes lo que es mi vida de pobretón sin esperanzas, que si yo no tengo la culpa de que estés fregado, que si yo le echo ganas, que si yo también… Este enfrentamiento entre el self-made man y la víctima del sistema nunca alcanza a tomar vuelo y termina siendo bastante superficial y predecible. Mientras esto sucede, Redford se toma tiempo para extrañar al hogar y a su distinguida esposa, después de años de rutina e indiferencia.
La otra parte del filme la componen los días de angustia de la familia, que siguen la tradición de “los ricos también lloran”. La esposa sufre por la intromisión de la policía en su vida tan estructurada y bonita: durante la investigación descubren un amorío que mantenía el señor Hayes, mismo que era del conocimiento de la señora, quien trataba de mantenerlo lejos de los oídos de sus hijos. Todo el asunto termina en un encuentro entre esposa y amante, que hubiera sido arrebatador de dirigirlo Juan Osorio, pero que en esta ocasión podría haberse perdido en la edición. En cuanto a los hijos, que deciden volver al seno familiar para acompañar a su madre en esos momentos de dolor, no aportan demasiado. Su papel se resume a pequeñas escenas en que muestran su una mal actuada frustración ante las circunstancias, cierto remordimiento por la lejanía que habían mantenido en los últimos años y el pesar por no haberse dicho suficientes “te amos”.
Al final, el mensaje forzado que parece enviar el director con su película es: nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. Pero la moraleja que se lleva el público es más parecida a: nadie sabe lo que tiene, hasta que pierde una hora y media en el cine…
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Publicado originalmente en: La Crónica Cultural, no. 85 (13 nov. 2004), p. 14.
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