Code 46 (2004), dir. Michael Winterbottom
Una vez más, nos lo han hecho. Una vez más, hemos estado a punto de perdernos una buena película gracias a la pésima distribución y promoción que se brinda a las que, desde algún lugar del lado oscuro de la fuerza, se catalogan como filmes poco rentables, no palomeros, con escaso atractivo para el público en general o vaya a saber qué cosa. Claro que uno podría pensar que está difícil para el público en general ver una película de la cuál ni han oído hablar. Elemental, mi querido cácaro. Por suerte existen los compañeros de trabajo, los tíos, los vecinos o los de la plática de al lado que pueden darnos el pitazo que nos conducirá al cine adecuado para presenciar una de esas bellas rarezas. En mi caso, la noticia de Código 46 provino de un amigo cuyo gusto cinematográfico generalmente no falla (y cuando lo hace, pues mejor ni decirle).
El inglés Michael Winterbottom es el responsable de esta película que, como el resto de su obra, explora los temas del amor y las relaciones humanas. De la visión de este director surgieron, entre otras, Bienvenidos a Sarajevo (1997), primer filme occidental que abordó la guerra en los antiguos territorios yugoslavos, Wonderland (2000), donde plasmó la vida de la clase media-baja londinense mediante la historia de tres hermanas, y 24 Hour Party People (2002), retrato de la escena punk del Manchester de 1976. Si no las vio en cartelera, no se acongoje. Casi todas han corrido con la misma suerte del último filme de Winterbottom, pero ahora pueden encontrarse gracias a la magia del DVD o a los ciclos de la Cineteca Nacional.
Los protagonistas de Código 46 han transitado también los senderos de las “películas de muestra”, aunque cuentan con sus apariciones en las palomeras-taquilleras: Tim Robbins será por siempre recordado por los ya clásicos Sueño de fuga (1994), en su momento un fracaso en taquilla, y la reconocidísima Río místico (2003), y pronto lo podremos admirar en el predecible éxito La guerra de los mundos (2005), junto a Tom Cruise, Miranda Otto y Dakota Fanning; Samantha Morton, aunque desde hace ya varios años se hizo de un nombre en el cine independiente británico, de este lado del océano no fue conocida sino hasta que personificó a la mudita tímida de El gran amante (1999) de Woody Allen y a una de las clarividentes (“precog”) de Sentencia previa (2002) de Steven Spielberg, aunque muchos tal vez la recuerden como la sirena de un video de U2.
Estos dos actores, en general apartados del mainstream hollywoodense, personifican en Código 46 a dos amantes que, de igual forma, se alejan de las normas sociales y legales con tal de estar juntos. William (Robbins) y María (Morton) habitan un futuro que se antoja demasiado cercano, en el que las ciudades están controladas severamente y son accesibles sólo mediante una especie de aduana; sus habitantes cuentan con todo tipo de comodidades, pero viven básicamente de noche, debido a los excesivos daños que causa la luz solar. Fuera de ellas sólo existe un vasto desierto y algunas poblaciones habitadas por puros descastados (de hecho, ser enviados a ellas es un castigo reservado para los que cometen crímenes de cierta importancia), infestadas de estreptococos y llenas de restricciones: el actual Tercer Mundo, pues. Transitar por las distintas ciudades se dificulta ya que no todos pueden conseguir los documentos necesarios, pero se facilita pues existe un lenguaje universal: una base de inglés mezclada con francés, italiano y, sobre todo, español. Resulta curioso notar que muchas de las palabras más importantes están en ese último idioma, como “papeles”, nombre con el que se conoce a los famosos documentos para ingresar a las ciudades y para moverse entre ellas.
Son justo estos “papeles”, aunados al destino, claro está, los que juntan a la pareja. William es un padre de familia estadounidense enviado a Saigón para investigar la impresión ilegal de papeles en la sucursal local de Esfinge, empresa internacional que tiene el monopolio de su expedición y cuyo lema reza: “The Sphinx knows best” (La Esfinge sabe más), refiriéndose a su omnipotencia al decidir quién obtiene sus servicios, para cuándo y para dónde. Al entrevistar a los trabajadores de la empresa se topa con María y, aunque descubre inmediatamente que ella es la culpable del delito, no la denuncia, sino que se entrega de lleno a un romance que dura lo que le permiten sus papeles: 24 horas. De regreso a su hogar y a su realidad, no deja de pensar en ella, aunque trata de evitar su regreso a Saigón cuando es requerido, pues la impresión ilegal de papeles continúa. Pero regresa, y ya en aquella ciudad el objetivo de su investigación cambia: María ha desaparecido. Cuando finalmente la encuentra, después de haber roto cuanta regla se le ponía enfrente, se topa con que, sin saberlo, ambos han roto el Código 46. Esta ley, parte de una legislación en materia de genética que ya no se siente tan lejana a nuestros días, y necesaria en un mundo repleto de clones, dicta que ninguna pareja que comparta el 25, 50 o 100 por ciento de información genética puede estar junta, y mucho menos procrear. Y ya mejor ahí le dejo para no revelar el resto de esta magnífica historia que, mientras más días pasan después de verla, más gusta.
Además del guión y las actuaciones, otro elemento a destacar en Código 46 es su soundtrack, en el que participan, entre otros, Coldplay, Freakpower (nombre utilizado en algunos proyectos por Norman Cook, mejor conocido como Fatboy Slim), Asha Boshle y Milla Jovovich. Mick Jones, antiguo miembro de The Clash, participa también en la banda sonora y en la película misma: interpreta en una escena ubicada en un bar karaoke (parece que, para nuestra desgracia, éstos sobrevivirán en el futuro) “Should I Stay or Should I Go”, canción muy ad hoc para la cinta, ya que mezcla el inglés con un muy masticado español.
Finalmente, y muy a pesar de su pobre distribución y nula publicidad, Código 46 tiene todo para convertirse en filme de culto para los que se topen con ella. No dejen de toparse.
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Publicado originalmente en: La Crónica Cultural, no. 97 (19 feb. 2005), p. 15.
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