viernes, 12 de agosto de 2011

"Lo que usted ordene, señor presidente...". Historia de la comida en Los Pinos

Presidir hasta en la mesa
Si bien dicen que al corazón se llega por el estómago, también es cierto que a la historia se puede llegar por la comida. No es gratuito que muchos estudiosos encuentren en la alimentación una pista interesante para conocer el comportamiento de sociedades enteras. La historia culinaria de nuestro país, por ejemplo, refleja a la perfección los episodios históricos que la han conformado. Los banquetes que se servían a los gobernantes mexicas pueden ilustrar los complicados sistemas de tributación que mantenían con otros pueblos, gracias a los que recibían, entre otras cosas, productos alimenticios de lejanas latitudes. El mestizaje racial y cultural que ocurrió con la conquista y continuó durante el virreinato se hace patente al observar muchos de los platillos que nacieron en esa época: garnachas, chalupas, sopes, tacos y pellizcadas resultan de la unión del maíz, el chile y el aguacate locales con el aceite, la crema y el queso europeos. Durante la época independiente, existieron momentos en los que el afrancesamiento de las costumbres, empezando por las culinarias, dejaba ver procesos de dominación extranjera, como el breve Imperio encabezado por Maximiliano, o las idílicas aspiraciones de un gobernante, como ocurrió durante el Porfiriato.
Pero esta historia de ingredientes y sazones no sirve sólo para estudiar naciones, sino que también puede revelar la naturaleza de los individuos. El caso de los estómagos presidenciales no es la excepción: un desayuno frugal o un antojo extravagante pueden decir mucho más de una personalidad y hasta de un estilo de gobernar que un informe sexenal. Esto, sobre todo, porque comer es una experiencia que resulta más cercana y comprensible que llevar las riendas de una nación, pues lo primero está al alcance de todos (al menos eso sería lo ideal), mientras que lo segundo es un tanto más exclusivo.
Desde que se habilitó Los Pinos como residencia oficial en 1934, han pasado por ella doce presidentes, cada uno con sus propias ideas, circunstancias, formas de gobernar y costumbres. Como en la vida y en la cocina, han sido de chile, de dulce y de manteca en todo, incluso en la mesa. Pero una característica que han compartido es la necesidad de combinar durante su mandato la vida privada con la actividad pública, el papel de simples individuos y hombres de familia con su labor presidencial.
Llevado al terreno de lo culinario, esta particularidad ha significado la convivencia de las comidas familiares, compartidas sólo con la mujer y los hijos, y los banquetes oficiales, donde muchas veces se tienen que dejar de lado las preferencias personales para dar prioridad al menú políticamente correcto: el más sencillo tiene que mostrarse estrafalario, el más sobrio comportarse como un derrochador. Aunque en algunos casos esto ha resultado una situación incómoda, no a todos les ha molestado el cambio de dieta y, con el tiempo, sus comidas han tenido mucho de banquete. Aplicado entonces a este fenómeno culinario, el conocido refrán tendría que ser aumentado: “dime qué comes y te diré quién eres… qué quieres o qué necesitas aparentar y de cuánto presupuesto dispones”. Esta dicotomía gastronómica es un fiel reflejo de las contradicciones de la vida política en general, y muy particularmente de la mexicana.

A continuación se presenta un conjunto de historias presidenciales que muestran ambas caras de la moneda: la mesa privada y la mesa pública. En él aparecen presidentes que no quieren mudarse a Los Pinos, primeras damas que guisan, cocineras sustituidas por chefs, taquitos integrados a los menús de banquetes exclusivos y varios antojos algo particulares. Estas historias vienen acompañadas por viñetas que muestran distintos episodios del pasado, en los que la comida y el poder convergieron en la misma mesa. Son crónicas culinarias que no por antiguas dejan de ser apasionantes y no por lejanas dejan de ser cercanas a nosotros y a nuestros gobernantes actuales. Al final de cuentas todos, incluso los que manejan los destinos de una nación, necesitan comer.
Adelante, la mesa está servida.



Moctezuma: Ascenso y caída de un paladar delicado
Si bien se cuenta que el pueblo mexica era sobrio en su alimentación, eso evidentemente no aplicaba a todas las clases sociales. Basta echarle un ojo a lo que cuenta Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. En ella refiere la vastedad y, sobre todo, la variedad de los alimentos que Moctezuma consumía cuando gobernaba:
Cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas y liebres y conejos y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra, que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto.

A esto se aunaban "frutas de toda cuanta había en la tierra, mas no comía sino muy poca de cuando en cuando", y grandes cantidades de cacao espumoso. Durante la comida, mujeres hermosas se dedicaban a servirle "tortillas amasadas con huevos… y también le traían otra manera de pan, que son como bollos largos hechos y amasados con otra manera de cosas sustanciales y pan pachol, que en esta tierra así se dice, que es a manera de unas obleas".
Para cerrar con broche de oro, se ponían sobre la mesa de Moctezuma "tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro tenían liquidámbar revuelto con una hierba que se dice tabaco, y cuando acababa de comer después que le habían cantado y bailado y alzado la mesa, tomaba del humo de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se adormecía".
Este panorama, idílico para cualquier gourmet de esa época, contrastó duramente con los días en que Tenochtitlan fue sitiada por los españoles. Cuentan las crónicas que hasta los grandes señores se vieron rebajados a comer lagartijas, golondrinas y envolturas de mazorcas:
Hemos comido panes de colorín,
hemos masticado grama salitrosa,
pedazos de adobe, lagartijas, ratones,
y tierra hecha polvo y aun los gusanos.

Hernán Cortés: Austeridad casera, derroche público
Se dice que Cortés nunca fue un amante de la buena mesa ni afecto a la bebida: apenas tomaba una taza de vino aguado en la comida del mediodía. Sin embargo, sabía que el prestigio social no sólo se mantenía con las victorias en el campo de batalla. Por esto, cuando tenía invitados de renombre, el marqués del Valle vestía su casa con vajillas de oro y plata, además de suntuosos manteles y servilletas. Tras ofrecer un festín de finos y variados platillos, acostumbraba entretener a sus convidados con músicos, bailarines y saltimbanquis.


Llegado el virrey, a organizar la fiesta
Los habitantes de la Nueva España se hicieron de la merecida fama de ser amantes de las grandes fiestas. Al parecer, sólo necesitaban una buena razón para echar la casa por la ventana y disfrutar de horas de música, baile y, sobre todo, comida y bebida. La llegada de un nuevo virrey a tierras novohispanas era el pretexto ideal para cumplir con este gusto.
Entre los recibimientos más reseñados en la época se encuentra el del virrey Marqués de Villena en 1642. De camino entre el puerto de Veracruz y la capital, se hospedó en Perote, donde se organizó una comida en su honor, compuesta por veinticuatro platillos distintos. Pero más que la cantidad y variedad de los alimentos con que lo agasajaron, lo que mejor mostraba el lujo excesivo del festejo eran las fuentes del mesón donde se hospedaba, que fueron modificadas para que en vez de agua, corriera por ellas vino y leche.
Cuando el virrey Conde de Moctezuma y Tula arribó a territorio novohispano en 1696, permaneció durante poco más de un mes en Puebla con una comitiva de 199 personas, entre familiares, ayudantes y sirvientes. Al parecer todos ellos tenían muy buen apetito, ya que les dio tiempo de consumir 306 carneros, 100 cabritos, 18 terneras, 2 venados, 40 lechoncitos, 12 pares de pichones, 80 lenguas de toro, además de pescado y mariscos. Todo esto lo acompañaron con un barril de vino tinto y 26 de vino blanco, además de los irreemplazables postres.
Ya instalados en el palacio virreinal, los festejos continuaban cotidianamente: banquetes en los que los grandes señores y las damas elegantes podían saborear lo mejor de la cocina novohispana, producto del mestizaje entre la española y la indígena, y en los que tal vez el manjar más apreciado era el chocolate. Tan extendido y valorado era el gusto por esta bebida que se inventó un artefacto para su mayor deleite: la mancerina, especie de taza con un plato integrado bautizada así en honor al virrey Marqués de Mancera, en la que se podía disfrutar de un buen chocolate al tiempo que se consumían bizcochos.

Agustín de Iturbide: El patriotismo al plato
1821 fue el año en que se consumó la independencia nacional y en que se inventó el platillo que buscaba simbolizarla: los chiles en nogada. Su creación se debe a las hábiles manos de las cocineras poblanas que quisieron honrar con ese platillo a Agustín de Iturbide, quien puso el punto final a la lucha emancipadora y, poco después, se convirtió en el primer emperador mexicano.
Además de lograr todo un sincretismo gastronómico con la combinación de ingredientes de origen europeo con elementos locales, los creadores de este platillo lograron representar con su colorido las expectativas de los habitantes de la nueva nación: el verde del chile y el perejil que lo adorna reflejaba su esperanza de libertad; el blanco de la salsa hecha a base de nuez de Castilla, la pureza del alma mexicana; y el rojo de la granada, la sangre derramada por los combatientes. Estos colores, que componen la bandera nacional, también representaban las tres garantías defendidas por el ejército que comandaba Iturbide: Religión, Unión e Independencia.


Maximiliano: Por el buen apetito de los invitados
Según la condesa Paula Kollonitz, dama de honor de Carlota, el emperador Maximiliano de Habsburgo era extremadamente sobrio en el comer y en el beber: apenas tocaba los distintos platos que servían en su mesa y sólo bebía champaña y agua. Y es que, a pesar de que el Emperador había traído consigo grandes cocineros de Europa, su mesa era bastante pobre, no sólo en lo que se ofrecía sino en dónde se servía:
El Emperador no había traído consigo de Europa ni una sola cuchara de plata. Se encargó en París a Christofle un servicio de mesa, pero no llegó en mi tiempo. En el palacio no se encontró nada de valor. Sólo los tenedores y cucharas eran de plata, y la vajilla y el cristal eran extremadamente simples. En vez de un rico despliegue de platería, había hermosos ramos de flores, y al menos éstos podían rivalizar en belleza con todos los que hubieran adornado la mesa de un monarca.

Sin embargo, la pareja imperial se vio precisada a organizar grandes banquetes para sus invitados, como aquél del 19 de julio de 1865, cocinado por J. Bouleret, A. Hut, L. Masseboeuf, J. Incontrera y M. Mandl. El menú de este festín comprendía: sopa de quenelles, pechugas de aves, filetes de lenguado a la holandesa, cartuja de codornices a la Bragarion, costillas de cordero con espárragos, timbal a la moderna, estómagos de aves a la Perigueux, pastel de codorniz a la Buena Vista, Espárragos con salsa, alcachofas a la portuguesa, pavos trufados, filete a la inglesa, ensalada budín de Berlín, Pasteles de perones, crema de vainilla y chocolate, conserva de todas frutas, quesos y mantequilla, helado de durazno y otros postres.
Este afrancesamiento de la cocina se transmitió a muchas de las familias criollas acomodadas, que dejaron un tanto de lado las costumbres españolas para expresarlo todo en française. Productos, alimentos y bebidas venían de aquellas latitudes, mientras que los menús de cafés y restaurantes ofrecían platillos como fricandeau à la menestra (asado de ternera con verduras), petit pois á l'Anglaise (chícharos a la inglesa), bouchées chasseur (bocadillo a la cazadora) y noix de veau Perigueux (nuez de ternera a la Perigueux).
Claro que tampoco se podía dejar totalmente en el olvido la comida local. Por ello a su paso por Puebla, Maximiliano fue agasajado por los criollos del lugar con banquetes extraordinarios en los que pudo degustar moles, asados, pipianes, manchamanteles, enharinados, chiles rellenos, chiles en nogada, alcaparrados y todas las variedades de pan dulce: mamones, encandiladillas, recordados o catarinos de huevo, picones, tostadas para gorrión, chilindrinas y diferentes tipos de cocoles y conchas de vainilla, fresa y chocolate. Precisamente en esa visita, los panaderos poblanos crearon para halagar al emperador una sabrosa pieza de pan llamada "Imperial", finamente apastelada con azúcar colorada encima.

Porfirio Díaz: El centenario de la opulencia
El año de 1910 estuvo lleno de festejos dedicados al Centenario de la Independencia. En julio de ese año, Díaz organizó un agasajo que fue ampliamente reseñado por la prensa de la época gracias a su brillo y opulencia. Se celebró en el antiguo edificio de la Compañía Cigarrera Mexicana (en la actual calle de Bucareli) y asistieron alrededor de 1,600 personas. Los encargados del servicio fueron Sylvain Daumont y Macsime, chefs de dos de los restaurantes más exclusivos de la época: el Sylvain, ubicado en la calle 16 de Septiembre y famoso por sus ostiones al ketchup y los filetes "a medio tono", y el Chapultepec, enclavado en la entrada del Bosque.
El servicio fue de primera: 350 camareros, 16 primeros cocineros, 24 segundos y 60 ayudantes. Todos ellos se dedicaron a preparar y servir un excelso menú compuesto por platillos salidos de la cocina francesa: Potage Tortue Claire (sopa de tortuga Claire), rissoles à la Rolanaisse (empanadas a la Rolanaisse), truite saumonnée (trucha salmonada), sauce genévoiseaspic de Foie (aspic de hígado) y timoalle. El caudal de vinos fue abundante: 240 cajas de Jerez fino, 275 de Pouilly, 275 de Mouton Rotschild, 50 de Carton, 450 de champaña Cordon Rouge, 256 de cognac Martell y 700 de agua mineral. Para adornar el lugar, además de instalar ex profeso 10 mil lámparas decorativas, se utilizaron 10 mil rosas, 20 mil claveles, 3 mil gardenias y 2 mil metros de guirnaldas. Todo transcurrió al son de los valses y los aires mexicanos entonados por la orquesta Lerdo y la del Conservatorio Nacional. (salsa genovesa),
En septiembre, el mes más festejado de ese año, el gobierno porfirista ofreció otro banquete que no se quedó atrás. También fue servido por el chef Sylvain, quien preparó consomé Princesse, saumon a la Metternich (salmón a la Metternich), côtelete d'Agneau (costilla de cordero), suprémes de volailles Tayllerand (supremas de ave Tayllerand), timbales a la Rossini, gélatines de faisans dorés (gelatina de faisán dorado), glacé de pistache (helado de pistache) y gateaux assortis (pasteles surtidos). Para beber se sirvieron vinos Scharzhofberger-Dusele, Gran oporto, Haut Brin 1887 y Champagne Cordon Bleu Veuve de Clicquot.


Comidas que matan
El periodo dorado del lujo afrancesado, terminó entre el fin del gobierno porfirista y la muerte de Madero en 1913. Los lugares que daban cabida a la créme de la créme porfirista, ahora se veían abarrotados por las huestes zapatistas y villistas, que distaban mucho de conocer las reglas de etiqueta y además no gustaban dejar las armas en casa. Los restaurantes y cafeterías de la época se convirtieron en lugares en los que se podía tomar un café a la vez que se organizaba una rebelión o se despachaba a un enemigo político.
Ejemplo de esto fue la reunión que sostuvieron en la pastelería El Globo, Victoriano Huerta y Félix Díaz, hermano de Porfirio, donde planearon el sitio de la Ciudadela, acción clave en el derrocamiento de Madero. Fue también en uno de los restaurantes más célebres de la capital, el Gambrinus, donde Gustavo Madero fue apresado por órdenes del mismo Huerta, para ser asesinado el 18 de febrero de 1913 durante la Decena Trágica.
Otro establecimiento que ganó fama por una desgracia, más que por su servicio o sus platillos, fue La Bombilla, escenario del asesinato de Obregón en 1928 durante un banquete político.
Años más tarde, en tiempos aparentemente más pacíficos, otra comida culminó en una muerte trágica. Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente y considerado por muchos el candidato natural para sucederle, acudió el 17 de febrero de 1945 a una comida multitudinaria en Atlixco, después de la que murió de manera sospechosa, probablemente envenenado.


COMER EN LOS PINOS

Lázaro Cárdenas (1934-1940)
Cuando Lázaro Cárdenas tomó posesión como presidente no estuvo de acuerdo con mudarse al Castillo de Chapultepec, entonces morada de quienes regían los destinos del país. Su espíritu austero y gustos sencillos lo llevaron a elegir la casa del antiguo rancho La Hormiga, construida a fines del siglo XIX por la familia Martínez del Río y expropiada el gobierno de Venustiano Carranza. El mismo Cárdenas rebautizó el lugar como Los Pinos, en recuerdo a la huerta del mismo nombre ubicada en las cercanías de Tacámbaro, Michoacán, donde conoció a su esposa.
Tras hacer los arreglos pertinentes, Lázaro, Amalia y su hijo Cuauhtémoc se mudaron a la nueva residencia oficial en marzo de 1935, donde los Cárdenas llevaron, dentro de lo posible, una vida sencilla. Al presidente le gustaba desayunar a las 8 de la mañana huevos tibios, fruta y café en el comedor, generalmente acompañado de algunos secretarios y colaboradores. Terminado el desayuno, partía de Los Pinos a su despacho presidencial frente al zócalo, y no probaba bocado sino hasta las tres de la tarde. Si no tenía algún compromiso oficial, regresaba a Los Pinos para comer con su esposa e hijo. Era tan celoso de su vida privada que quienes lo acompañaban sólo llegaban hasta la puerta principal, después el presidente quedaba solo con su familia.


Manuel Ávila Camacho (1940-1946)
En vista de los múltiples arreglos que debían hacerse, los Ávila Camacho no se cambiaron a Los Pinos sino un año después de que don Manuel tomó posesión. De su vida privada se conoce poco, pero se dice que fue igual de moderado que en su papel como figura pública: nunca tuvo vicios ni excesos. Según sus allegados siempre se mostró sobrio en la mesa y sencillo en sus gustos, aunque sí tenía una pasión: los caballos y los deportes practicados en ellos, como la equitación y el polo.
Sin embargo, Ávila Camacho, como el resto de los presidentes, no pudo dejar de lado los compromisos sociales que le obligaba su puesto, por más reservado que fuese. Así, tomó parte de distintos banquetes oficiales que se celebraron en Los Pinos, como el del 23 de julio de 1946 referido por Salvador Novo y en el que se sirvió: crema argentina, supremas de pescado con mayonesa, pollo brincado cazadora, antojo mexicano, frijoles en corona, fruta de la estación, pastas secas y helado de vainilla, acompañado por diversos cocktails, vino blanco y tinto, cognac, champaña, agua de tehuacán y café.

Miguel Alemán Valdés (1946-1952)
Cuando los Alemán se cambiaron a Los Pinos en abril de 1947, ésta era todavía una vieja casa de adobe y duelas de madera que, aunque ya había sido remozada por los presidentes anteriores, resultaba a todas luces insuficiente: la familia que ahora albergaba era más numerosa y los compromisos sociales más frecuentes. A pesar de esto, lograron adaptar su vida privada al nuevo entorno: disfrutaban siempre del desayuno y las comidas dominicales juntos, preparadas habitualmente por la señora Alemán que, según decía Miguel hijo, “era estupenda para la cocina, no sólo internacional, sino la mexicana y muy especialmente la veracruzana". Los banquetes oficiales que celebraron también se caracterizaron por su sencillez, con menús como el siguiente: crema de pistache, pescado Colbert, espárragos gratinados, pavo asado, fruta de la estación y pudín gabinete como postre; y para tomar, vino tinto y blanco, además de champaña Viuda de Clicquot y café.
En febrero de 1950, durante la visita de los duques de Windsor, organizaron una cena que sería preparada por Margarita (Mayita) Gómez de Parada de Orvañanos, chef cuya presencia ha sido constante en recepciones y fiestas oficiales desde la década de los treinta a nuestros días. El menú era a base de comida alemana y fue servido en una espléndida vajilla decorada con temas de cacería, a la que el Duque era tan aficionado. Todo transcurrió como era debido, pero la casa dio muestras de que ya no era adecuada para este tipo de solemnidades. Cuenta Beatriz Alemán, hija del presidente, que:
como la construcción era de adobe, todos los ruidos y movimientos que había en la parte superior de la casa resonaban y se sentían perfectamente en la de abajo […] En el comedor de estilo Luis XV había al centro un enorme candil que lo hacía lucir muy elegante, pero por cuya fragilidad había que ser cuidadoso en cuanto al movimiento. Así que, estando en pleno banquete, los reales comensales a la mesa con mis padres y embajadores, nosotros, en la parte de arriba, al fin chicos, jugábamos y brincábamos estrepitosamente sin medir las consecuencias […] Al escuchar el trepidante son que producían los prismas de los candiles al sacudirse, los Duques y los otros invitados se empezaron a asustar, y a pesar de la flema británica, característica, con toda cortesía rogaron se hiciera algo para evitar una catástrofe.

El incidente no pasó a mayores, pero al poco tiempo se emprendió la construcción de la nueva casa, que fue terminada dos años más tarde, poco antes de que culminara el periodo del presidente Alemán.


Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958)
El presidente Ruiz Cortines tardó casi un año en cambiarse a Los Pinos con su familia: las limitaciones económicas que padeció en su niñez y juventud lo convirtieron en un hombre sobrio (al punto de ser apodado Don Adolfo el Austero), al que le chocaba la idea de mudarse a la recién inaugurada residencia oficial. Ya instalado, sus hábitos continuaron tan metódicos como siempre: comenzaba el día a las siete de la mañana y tomaba un desayuno frugal compuesto por unos cuantos pedazos de papaya y un par de huevos tibios, casi crudos, los cuáles servía y preparaba él mismo en una taza, con uno o dos granos de sal, nada más; se los tomaba de un sorbo y los acompañaba con un vaso pequeño de jugo de lima y café estilo veracruzano, mucho café.
Esta bebida parecía ser el único lujo cotidiano del que no podía prescindir, aunque tampoco hacía mala cara a los platillos oriundos de su tierra natal, mismos que en varias ocasiones fueron parte de los menús de los banquetes oficiales. Este fue el caso de la comida organizada por la visita oficial del presidente Nixon y su esposa en febrero de 1955, en la que se degustaron algunos platillos de Veracruz, rociados con vino rosado Château de Selle y Cordon Rouge 1947 y servidos en mesas adornadas con frutas tropicales y flores naturales.
La señora Ruiz Cortines era aficionada a la buena mesa y gustaba mucho ir al Ambassadeur, restaurante de los hermanos Jordi y Francisco Escoffet, quienes atendieron algunos de los pocos banquetes ofrecidos entonces en Los Pinos. El menú en esas ocasiones consistía en algo así como: caviar fresco para empezar, seguido por un consomé, caldo o sopa mexicana, y pescado blanco de Pátzcuaro, camarones, langostas o abulón fresco; como segundo plato, un filete o codornices; para el postre casi siempre frutas como el mamey, el zapote, el mango o las fresas. La consigna era darle un toque mexicano a todos los platillos, sin exagerar en lo picante o lo localista, fórmula que no siempre funcionó. Jordi Escoffet cuenta que, en ocasión de una comida multitudinaria, la señora Ruiz Cortines sugirió “algo mexicano, como sopecitos y pambacitos, taquitos y quesadillas. Conseguir todo aquello fue un tango y la gente lo tomó muy mal. Empezaron las críticas [por lo que] al año siguiente se volvió a lo ya tradicional del buffet frío".

Adolfo López Mateos (1958-1964)
La familia López Mateos nunca se mudó a Los Pinos, así que, exceptuando los banquetes oficiales, sus comidas eran caseras. Las encargadas de prepararlas eran la primera dama y la cocinera que trabajó para ella desde que se casó, Margarita González. Mientras la señora, doña Eva, era afecta a la cocina internacional y tenía especial preferencia por los postres, don Adolfo siempre prefirió la comida mexicana: arroz, mole de olla, chiles rellenos, caldo de camarón y chilaquiles, todo muy picante. Sus platillos favoritos eran los huevos en rabo de mestiza (con jitomate, chile poblano y queso fresco), los tamales y las semitas poblanas; además era muy aficionado al café, en especial el turco, y al chocolate en polvo Milo: no podía faltar su licuado por las mañanas y con la merienda.
La comida mexicana fue parte fundamental en los menús de muchos de los banquetes oficiales, aunque también había que adecuarse a las distintas ocasiones. Por ejemplo, la cena que se sirvió al rey Mahendra de Nepal, en mayo de 1960, tuvo que ajustarse estrictamente a las costumbres del soberano y su esposa, ambos budistas: no se incluyó ningún platillo preparado con carne y se sirvieron sólo jugos de frutas, bebida favorita de la reina nepalesa.

Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970)
Los Pinos fueron ocupados por los Díaz Ordaz en febrero 1965. En su nueva morada, don Gustavo tomaba el desayuno con su mujer todas las mañanas en un pequeño salón junto a sus habitaciones. A la hora de la comida, se reunía con toda su familia y, aunque sus favoritos eran los platillos oaxaqueños y poblanos, debía moderar su dieta como consecuencia de los problemas digestivos que sufría: sopa de pasta, de verduras, arroz, carne asada, todo cocinado casi sin grasa, era lo más común en su mesa. Cuando la ocasión lo demandaba, don Gustavo se daba la libertad de beber una copa de vino tinto o blanco. Su platillo preferido era la sopa de cola de res, especialmente la que preparaban en el restaurante “Prendes”. Era tal su afición que el dueño le enviaba de vez en cuando, sobre todo los domingos, un buen tazón de sopa a Los Pinos.
En las ocasiones oficiales, la dieta era dejada a un lado y el presidente podía disfrutar de menús como el servido el 30 de marzo de 1967: foie gras de Estrasburgo, consomé al madera, filete de robalo en salsa verde, pato con cerezas negras, delicias de fresa al Cointreau, acompañado por vino tinto La Romanée le Roi, vino blanco Batard Montrachet y champaña Dom Perignon. En la boda de su hijo Gustavo, se sirvió una cena preparada por el catalán Dalmau Costa y su personal del restaurante Ambassadeur, que consistió en consomé verde milpa, langosta bellavista, corazón de filete a la pimienta, helado de mango, pastel de bodas y café: acompañado todo esto de vino Blanc de Blancs y champaña helado Tattinger.


Luis Echeverría Álvarez (1970-1976)
Los Echeverría se mudaron a Los Pinos días después de la toma de posesión de don Luis y, como el resto de las familias de los presidentes, se vieron en la necesidad de combinar sus vidas personales con sus nuevos compromisos oficiales. A la par de las sencillas cenas que su cocinera, Bernardeta Reyes, les preparaba desde hacía años, compuestas por yogurt, pollo asado y café con leche, disfrutaron de elaborados banquetes como los que se organizaron durante la visita del Sha de Irán, Mohamed Reza Pahlevi, y su esposa la emperatriz Farah Diba, en mayo de 1975.
La pareja real iraní ofreció, en correspondencia a las atenciones de los Echeverría, una cena cuya fastuosidad no tuvo par. El evento se llevó a cabo en el Hotel Camino Real y, según las crónicas de la época, se sirvió: caviar Perlas del Caspio, con alcaparras, perejil, cebolla y pan Melba, acompañado de vodka ruso; le siguieron unas brochetas de cordero Kababe Barrh y arroz con pollo en salsa de berenjena; y todo fue acompañado por vino tinto Saint Emillion y blanco Mishel Chablis. Pero lo que más llamó la atención de invitados y cronistas fue:
la soberbia vajilla de porcelana con filo de oro y el escudo real grabado, la cuchillería de plata y la cristalería de Baccarat, con filo de oro y escudo grabado. Todo ello, además de un enorme cuadro del antiguo Imperio, fueron traídos ex profeso desde Irán a esta ciudad en dos aviones especiales. Como un rasgo final de sensibilidad y buen gusto, los arreglos florales que adornaban las mesas cubiertas con manteles de lino blanco eran de color verde, blanco y rojo.

José López Portillo (1976-1982)
López Portillo se mudó a Los Pinos a pocos días de tomar posesión y, al igual que sus antecesores, tuvo que adaptarse a la vida en Los Pinos y hacer que éste se adecuara a sus necesidades: construyó en la parte superior de la residencia un comedor y una pequeña cocina, en aras de concentrar la vida familiar en esa área. En palabras del ex presidente:
Salvo banquetes y celebraciones especiales, en los que se usó el comedor de abajo, en el cual también se efectuaban reuniones de trabajo, aprovechando precisamente la mesa triangular que permitía participar a todos los comensales, las comidas familiares siempre las hicimos en la parte de arriba, en forma completamente sencilla y casera.

Los gustos culinarios de este presidente, cuyo sello personal fueron las camisas de cuello de tortuga, se sabe que sus platillos favoritos eran la cecina con jocoque y la machaca norteña.

Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988)
Don Miguel y su familia se mudaron a Los Pinos en marzo de 1983, casi tres meses después de iniciado el nuevo sexenio. La tardanza se debió a que los López Portillo permanecieron en la propiedad hasta el último minuto de su gobierno, a diferencia de los presidentes anteriores que habían dejado Los Pinos con al menos medio mes de anticipación, y a que tuvieron que realizar algunos arreglos necesarios para su acomodo. Uno de los ajustes efectuados anteriormente y que fue aprovechado por los De la Madrid, fue la disposición de la casa: el área habitacional y en donde preparaban y servían sus alimentos se encontraba en la parte superior, mientras que la planta baja servía fundamentalmente de recepción.
Una vez organizado, el presidente continuó con sus hábitos cotidianos, adaptándolos a las nuevas circunstancias: después de sus ejercicios matutinos, tomaba el desayuno con sus hijos o su esposa en la residencia principal o en la antigua casa (conocida como Casa Lázaro Cárdenas, donde tenía sus oficinas) acompañado por algunos de sus colaboradores. Sólo desayunaba fuera cuando tenía algún compromiso oficial.
Cuando el presidente comía en Los Pinos, lo que sucedía unas dos veces por semana, además de los sábados y domingos, la primera dama gustaba encargarse ella misma de preparar los alimentos. Aunque desde muy joven aprendió los elementos básicos de la cocina con su madre, tomó clases y se volvió bastante diestra, sobre todo en el área de la pastelería. Aunado a sus habilidades, tenía dos elementos a su favor: una hortaliza que se plantó en uno de los jardines de la residencia oficial, en la que se cultivaban zanahorias, espinacas, rábanos, lechugas, coliflor y todo tipo de hierbas, como perejil, epazote, cilantro, hierbabuena y manzanilla; a su lado se instaló también un gallinero, que les proveía de huevos frescos todos los días.


Carlos Salinas de Gortari (1988-1994)
Los Salinas se mudaron a Los Pinos casi dos meses después de la toma de posesión. Los detalles de su vida familiar, entre éstos sus costumbres gastronómicas, se encuentran cubiertos a la fecha por un velo de, por decir lo menos, discreción: su calidad de innombrable parece cubrir su vida privada de un halo de misterio y chismes no confirmados.
Lo que se sabe es que siempre gustó practicar deportes, en especial el tenis y el atletismo, último que practicó como competidor durante su juventud. Este gusto se convirtió en una directriz política, ya que durante su sexenio intentó apoyar en distintos niveles al deporte y a los deportistas, muchos de los cuáles convivieron con él durante visitas a Los Pinos. Sin embargo, en julio de 1989 los papeles se invirtieron: el presidente y sus hijos fueron los invitados a la mesa en el hogar de Hugo Sánchez, entonces recién desempacado de sus triunfos en España. El menú, preparado por la señora Sánchez, se componía de: consomé de ostión, mousse de caviar y, para escoger, mixiote de mariscos, mixiote de pollo, tinga poblana y cochinita pibil, platillo elegido por el presidente. Como postre sirvieron tartas de chabacano y de ciruela, mousse de guayaba y gelatina.
El presidente también gustaba combinar su gusto por el deporte con su afición por la buena mesa y los platillos mexicanos cuando, en el poco tiempo libre del que disponía, organizaba salidas a correr con sus hijos, con quienes más tarde comía.

Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000)
Se cuenta que el presidente Zedillo no era muy afecto a abandonar Los Pinos, sitio al que muchos consideraban su bunker. De hecho, tanto le molestaba y tan peligrosa le parecía la exposición pública que canceló sus apariciones en el balcón de Palacio Nacional para el desfile del 1º de mayo, y sólo asistía a las celebraciones del grito del 16 de septiembre durante los festejos de la Independencia. Una de las razones que, según algunos, explica esta precaución es el pequeño atentado que sufrió el presidente De la Madrid durante una de estas ceremonias. Otra razón para evitar salir, en lo posible, de Los Pinos podría ser la presencia constante de su chef de cabecera, el francés Frédéric Léjars, quien atendió la mesa de los Zedillo durante casi todo el sexenio, y continuó en su puesto al principio del mandato de Vicente Fox.
Léjars se convirtió en un elemento vital en la vida de los Zedillo y por esto mismo ha comentado en distintas entrevistas que su trabajo en Los Pinos fue todo un reto: no sólo se hacía cargo de la alimentación del presidente y su familia, sino que también servía los banquetes oficiales, tanto los celebrados en México como en el extranjero, cuando se organizaba algún viaje oficial. Él era el encargado de diseñar, autorizar y mandar elaborar los menús para todas estas ocasiones, lo que si bien le otorgaba una gran libertad creativa, también le significaba un gran esfuerzo.
Entre los platillos que Lejars preparó con mayor frecuencia a Zedillo, se encontraba el pescado fresco, en muchas ocasiones recién atrapado por el mismo presidente en alguno de sus múltiples viajes al Caribe mexicano, donde practicaba diversos deportes acuáticos y donde no faltaba, entre los miembros de su equipo, su indispensable chef.

Vicente Fox Quesada (2000-2006)
El matrimonio Fox decidió no habitar la casa principal de Los Pinos, en la que se instalaron siete de los últimos ocho presidentes, sino que se mudaron a una de las cabañas ubicadas en los jardines, construidas por Echeverría y acondicionadas por López Portillo. La mesa de su hogar temporal, ha sido servida por tres chefs distintos, que han laborado de planta: Frédéric Lejars, herencia del sexenio anterior; José Bossuet Martínez, joven chef chiapaneco que laboró para el presidente por algunos meses entre 2001 y 2002; y desde entonces a la fecha, el francés Yann Gallon, quien se ha declarado en varias ocasiones “entusiasmado por los sabores e ingredientes de México”, mismos que utiliza para dar un toque personal a sus platos.
El presidente Fox es especialmente afecto a la comida mexicana. Sus platillos favoritos son los chiles toreados, la cochinita pibil, el huachinango a la veracruzana, la arrachera, los gusanos de maguey, las tostadas de cueritos, los frijoles y las tortillas recién hechas; odia los alimentos rellenos. Su esposa, en cambio, acostumbra una dieta más ligera y gusta del pescado asado y las verduras, sobre todo crudas, y es afecta a las aventuras culinarias. En cuanto a vinos, ambos gustan de los tintos Cabernet Sauvignon y los blancos Chardonnay; ella prefiere los vinos nacionales como Casa Madero, él los españoles. Algunos de los platillos que la primera dama prepara a su esposo son: sopa de tortilla, canelones rellenos de espinaca y aguacate, crema de alcachofa, pastel de café y las que han denominado “pechugas presidente” (horneadas en una salsa de cebolla, mostaza y crema).
En cuanto a los banquetes oficiales, éstos han sido servidos en su mayoría por Banquetes Mayita, empresa que se ha mantenido en el gusto de los mandatarios mexicanos desde su fundación en 1936, aunque también se ha recurrido a los servicios de Les Croissants y Ambrosía, empresas de Zaida González y Guillermo Ríos, respectivamente. Desde el inicio del presente sexenio se han ofrecido distintas cenas de Estado en ocasión de la visita de mandatarios y representantes extranjeros. Algunos de los menús servidos en esas ocasiones son los siguientes: en honor de Pakistán: fondos de alcachofa rellenos de cabuches a la vinagreta, pescado Xóchitl con chile ancho relleno de frijoles y queso, y helado de cajeta con mueganitos; Japón: sopa de hongos a la mexicana, filete a los tres chiles y nieve de manzana verde; Alemania: sopa de flor de calabaza en calabaza, filete de robalo empapelado en tamarindo y cassatta de mango, mamey y maracuyá; Suecia: sopa de morilla y hongos silvestres al tequila, pechuga de pollo envueltas en phillo con queso de cabra al chipotle, cilindro de caramelo con plátanos y helado de vainilla; y Rusia: hongos Porto Bello a la plancha, pescado el dorado en hoja Santa, y merengue con mango. Durante la Cumbre de Monterrey, Nuevo León, celebrada en marzo de 2002, se sirvieron dos grandes banquetes: una comida que consistió en corazones de alcachofa con langosta a la vinagreta de mango, filete de res en salsa de mostaza con esencia de chile ancho y pastel de almendras; y una cena en la que se degustó crema de morillas, dorado en hoja santa y rosca de higos, acompañados por platos de frutas y quesos.

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Versión larga del texto publicado originalmente en: Día Siete, no. 252 (15 mayo 2005), pp. 67-71.

PERDIDOS EN LOST



Lost (t. 1, 2004) 
Cielo azul, mar turquesa, arenas blancas, restos de un avión destrozado… este es el escenario en el que se desarrolla la historia de los 48 sobrevivientes de un aparatoso accidente aéreo en medio del Pacífico. Lugar paradisíaco, condiciones infernales, historias interesantes… estos son los ingredientes que, mezclados con gran tino, han convertido a la serie Lost en un verdadero hitazo en Estados Unidos desde su estreno en septiembre pasado, el cuál fue atestiguado por poco más de 18 millones de televidentes.
          Todo parece indicar que Lost también arrasará con la atención del público mexicano. Desde su primer capítulo, transmitido a principios de marzo, ha sabido ganarse el corazón y atraerse los ojos de buena parte de los seguidores de una nueva generación de series televisivas que han sabido apostar sus presupuestos --unos bastante creciditos, según se ve-- a historias más interesantes y complejas (Six Feet Under, Desperate Housewives), grandes despliegues de acción (Alias), la “cientifización” del morbo (CSI con todos sus derivados y parentela) o la cotidianización del sarcasmo y la ironía (Curb your Enthusiasm). 
          La apuesta de Lost se ubica justo en el terreno de las historias bien condimentadas y los personajes elaborados. Por un lado se encuentra un accidente, que podría parecer algo natural (que no por eso menos trágico), pero sobre el que se cierne la posibilidad de que exista algo más: una especie de fenómeno paranormal (tipo Triángulo de las Bermudas) que convirtió a unos simples pasajeros en un grupo de sobrevivientes, o la mano de un Big Brother (uno más elegante y poderoso que el de la Big Vero, claro está) que se divierte jugando con sus muñequitos de carne y hueso. Elementos como un monstruo misterioso que de vez en cuando hace estremecer la jungla y sus inesperados habitantes, el ataque de un oso polar o la milagrosa y silenciosa recuperación de un paralítico apuntan hacia la primera posibilidad, pero sólo el tiempo y los capítulos nos dirán la verdad. 
          Por otro lado, están los accidentados, que no son sólo Robinson Crusoes conviviendo con sus respectivos Viernes: parecen más bien personajes extraídos de una versión de El señor de las moscas para maduritos, que tratan de organizarse para hacer su situación lo más llevadera posible (los pesimistas o prácticos) o que simplemente esperan ser rescatados (los optimistas o pachones). Cada capítulo, además de exponer las aventuras y desventuras cotidianas de los extraviados, se centra en un personaje en particular: muestra por medio de flash-backs los eventos que hicieron que terminara abandonado en una isla, además de los miedos, pasiones, secretos y problemáticas que hacen que reaccione de determinada manera ante sus nuevas circunstancias.          
De los 48 sobrevivientes destacan unos cuantos, cuyas historias ya hemos conocido o estamos a punto de conocer: Jack (Matthew Fox), médico convertido en líder natural del grupo; Kate (Evangeline Lilly), interés amoroso de media isla que era transportada como prisionera en el avión; Sawyer (Josh Holloway), el rebelde sin causa del grupo y quien inauguró el mercado negro en la isla al apoderarse de cuanto objeto abandonado encontró; Boone (Ian Somerhalder), el bien intencionado que no da una, hermano sobreprotector de la indolente Shannon (Maggie Grace), especie de prima de las Hilton que lo primero que hace en la isla es tirarse al sol y sacar el bronceador; Charlie (Dominic Monaghan ya sin su traje de hobbit) decadente rock star que lamenta no haberle pagado un boleto a su dealer; Sayid (Naveen Andrews), ex torturador iraquí (¿es que hay de otros según los gringos?); Jin (Daniel Dae Kim) y Sun (Yunjin Kim), matrimonio coreano que nos enseña que los machos y las adelitas no son exclusivamente mexicanos. Al grupo lo completan otros personajes más o menos atractivos, entre los que se cuentan una padre con su hijo (y su perro), una chica embarazada, un hombre mayor con complejo de cazador y un gordito dicharachero. 
Lost se transmite todos los lunes a las 9pm por AXN. Una hora antes se repite el capítulo de la semana anterior, para quienes se lo perdieron o quieren volver a ver, y cada tanto pasan un maratón de la serie: los últimos capítulos, uno tras otro. No habrá manera de entretener más al ocio.


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Publicado originalmenrte en: La Crónica cultural, no. 107 (30 abr. 2005), p. 15.

miércoles, 10 de agosto de 2011

ESTRÉS, CANSANCIO Y LOCURA


Session 9 (2001), dir. Brad Anderson

Quienes vieron El Maquinista (2004), saben que el cansancio extremo —en ese caso, producido por un insomnio de nada más un año—puede confundir a la gente, hacerla olvidar cosas, ver lo que no está ahí, crear monstruos. Pero esta película, protagonizada por un Christian Bale con 28 kilos menos, no fue la primera en la que Brad Anderson, joven maravilla del cine independiente (Next Stop Wonderland, 1998; Happy Accidents, 2000), se metió bien adentro en la psique del hombre común, agobiado por una carga extrema de fatiga y estrés. Años antes coescribió y dirigió Session 9.
Sin necesidad de pedirle nada prestado al cine de horror oriental, tan de moda en gringolandia, tierra de las libertades dudosas y los remakes de cajón, Anderson realizó una obra maestra valiéndose sólo de estupendos actores, una locación que es un personaje en sí, una historia originalísima y, por qué no, un ínfimo presupuesto.
La nómina actoral de Session 9 está compuesta por Stephen Gevedon (Mike), coguionista de la cinta, David Caruso (Phil), Peter Mullan (Gordon), Josh Lucas (Hank) y Brendan Sexton III (Jeff). Las caras que resultan más conocidas son las de Caruso, con un largo historial en el cine y la televisión, actualmente encabeza el grupo de investigadores forenses de la serie CSI Miami, y Mullan, a quien posiblemente recuerden como Swaney, alias “Madre superiora” (por aquello de su largo hábito) en Trainspotting (1996), que también ha trabajado bajo la batuta de Ken Loach (My Name is Joe, 1999) y Michael Winterbottom (The Claim, 2000), y dirigió The Magdalene Sisters (2003).
Tanto Caruso y Mullan como los otros miembros del reparto hacen un trabajo sensacional, pero tal vez quien carga con el mayor peso en la cinta es un sexto personaje: el Danvers State Hospital, escenario que aloja la acción. Construido en Danvers, Massachusetts, en 1871, llegó a alojar en sus buenos tiempos hasta 2,400 pacientes con distintas enfermedades mentales. Según cuentan en la propia película, el hospital fue cerrado en 1985 debido a un recorte presupuestal y a un escándalo judicial: gracias a una terapia de memoria regresiva, una chica “recordó” haber sido víctima de múltiples violaciones por parte de su padre y abuelo, inmiscuidos junto al resto de su familia en una especie de culto satánico, y entabló una demanda contra ellos; como parte del proceso, la chica fue examinada y se descubrió que era virgen. La familia contrademandó y las puertas del nosocomio cerraron.
Aunque deteriorada, la enorme mole gótica conserva todavía el equipo usado en los tratamientos para controlar a los pacientes, más cercanos a la cámara de tortura que al spa: tinas en las que podía disfrutarse un baño con agua helada, planchas donde se colocaba a quienes recibían electrochoques, sillas con tremendos cinchos para amarrar a los inquietitos, puntales de acero para las lobotomías. Todo esto, aunado al juego de luces y sombras que sólo puede obtenerse en un espacio abandonado después de mancillar el espíritu humano por poco más de un siglo, ayuda a crear una atmósfera tan pesada que puede percibirse sin problema del otro lado de la pantalla.
Caruso y Mullan, junto con los hombres que tienen a su mando, son contratados para dejar rechinando de limpio este lugar de ensueño para cirujanos nazis. Pero remover de pisos y paredes los restos más visibles del horror inflingido a innumerables internos no será tarea sencilla: el ambiente, de por sí sórdido y alucinante, se irá enrareciendo conforme el cansancio y el estrés se van apoderando del grupo. La presión por terminar el trabajo en un tiempo demasiado corto es muy grande, debido al jugoso bono que les fue ofrecido, los materiales con los que entran en contacto, entre ellos el asbesto, son altamente tóxicos, y los conflictos que cada uno carga a cuestas no ayudan: la situación familiar y económica de Gordon, padre reciente y vacilante, está lejos de ser óptima; Hank y Phil tienen enfrentamientos constantes, ya que el primero robó la novia al segundo, quien además empieza a desconfiar de la capacidad de liderazgo de Gordon debido a sus circunstancias; Jeff, sobrino de Gordon, tiene una severa fobia a la oscuridad, lo que no es precisamente conveniente en el lugar donde trabajan; Mike, con un brillante futuro en la abogacía de no haber desertado de los estudios, se obsesiona con el caso de una paciente con un trastorno de personalidad múltiple, al que sigue por medio de sus sesiones con el psicólogo grabadas en cintas. Cuando llega a la novena, todo se esclarece de la forma más oscura.
Sin título en español, pues nunca fue presentada en pantallas nacionales, puede encontrarse en DVD, aunque no de nuestra región (claro que si su TV tiene la función de Close captions o asistió regularmente a sus clases de inglés y computación, no tiene de qué preocuparse). El DVD contiene, además de un final alternativo (que por suerte no fue la elección definitiva), un excelente documental sobre la filmación de la película y sobre el tétrico lugar que la inspiró.
 

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Publicada originalmente en:  La Crónica Cultural, no. 106 (23 abr. 2005), p. 15.

MI CASA NO ES TU CASA



House of Sand and Fog (2003), dir. Vadim Perelman

Hasta donde sé, pagar impuestos no es una de las actividades favoritas de nadie. Mucho menos cuando los cargos son improcedentes y sólo se deben a un error burocrático. Lidiar con estos tan terrenales asuntos es una monserga: pérdida de tiempo, largas filas, papeleo, traiga usted cinco copias de cada documento, cuál tenencia si ni coche tengo... Pero si no se realiza esta temible faena y se dejan las cosas como están, todo puede terminar en una gran tragedia. Esta es la dura lección que tiene que aprender Kathy Lazaro, personaje interpretado por Jennifer Connelly en La casa de arena y niebla.
Ex alcohólica, recién abandonada por su marido y alejada de su familia, Kathy despierta un día con la policía a la puerta: su casa será subastada por el gobierno debido a unos adeudos que se le atribuyeron falsamente, pero que no impugnó a tiempo por el estado abúlico en que se encontraba inmersa. Tras consultar a una abogada, la ley le da la razón, pero es demasiado tarde: Massoud Amir Behrani (Ben Kingsley), ha comprado la casa a precio de ganga y en unos cuantos días él, su esposa Nadi (Shohreh Aghdashloo) y su hijo Esmail (Jonathan Ahdout) la hacen más suya de lo que fue en manos de su antigua propietaria. Al pedírsele que venda la casa de regreso al gobierno, para que éste pueda devolverla a Kathy, se niega rotundamente. El ex miembro de la elite militar iraní, aunque trata de aparentar lo contrario, ha perdido todos los lujos y privilegios de su vida anterior al tener que marcharse como refugiado a Estados Unidos, y ésta es su única oportunidad de hacerse de una propiedad con sus pingües ganancias como trabajador en un camino y encargado en una tienda de autoservicio. La negativa de Behrani y la incapacidad del gobierno para ofrecerle otra solución hacen que Kathy declare la guerra contra el que ve como un usurpador y, con la ayuda de Lester (Ron Eldard), policía que participó en su desalojo y con quien comienza un romance, está dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias para recuperar su casa.
El resto de la película es el desarrollo de este conflicto, en el que el desgaste y la violencia se van apoderando de los protagonistas, cuya desventura es causada por el destino, las circunstancias o su mala pata, pero también por las decisiones que toman, unas más equivocadas que otras. Todos parecen estar dando tumbos contra las paredes, cegados por la misma bruma que cubre la casa por la que pelean, producto de su cercanía con el mar.
Prácticamente no hay punto que alegar en contra de este filme: el guión, basado en una novela de André Dubus III --quien recibió un centenar de ofertas para llevar su libro a la pantalla grande--, no tiene un hueco por el que se escape la atención del espectador, mismo que es atrapado por las grandes actuaciones del maestro Ben Kingsley, la prácticamente desconocida Shohreh Aghdashloo y la bella Jennifer Connelly; todo esto orquestado bajo la dirección del ucraniano Vadim Perelman, que para inaugurar su carrera fílmica se avienta un peliculón de antología, que esperemos no sea debut y despedida.
Aunque pasó casi desapercibido en cartelera, el filme fue un éxito con la crítica y en las premiaciones: Kingsley obtuvo cinco nominaciones como Mejor Actor, una de ellas para el Oscar; Aghadashloo fue galardonada en cuatro premiaciones como Mejor Actriz de Reparto y fue nominada por la Academia en la misma categoría; mientras que Perelman fue ampliamente reconocido por la Asociación de Críticos de Cine de Chicago, el Independent Spirit Award y la National Board of Review, misma que consideró a La casa de arena y niebla entre las candidatas a Mejor Película.
Disponible ya en DVD, ésta es una excelente opción para disfrutar del buen cine y una oportunidad para recapacitar y ponernos al día con la Tesorería.


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Publicado originalmente en: La Crónica Cultural, no. 103 (19 feb. 2005), p. 14.

EL AMOR PARIA


Code 46 (2004), dir. Michael Winterbottom

Una vez más, nos lo han hecho. Una vez más, hemos estado a punto de perdernos una buena película gracias a la pésima distribución y promoción que se brinda a las que, desde algún lugar del lado oscuro de la fuerza, se catalogan como filmes poco rentables, no palomeros, con escaso atractivo para el público en general o vaya a saber qué cosa. Claro que uno podría pensar que está difícil para el público en general ver una película de la cuál ni han oído hablar. Elemental, mi querido cácaro. Por suerte existen los compañeros de trabajo, los tíos, los vecinos o los de la plática de al lado que pueden darnos el pitazo que nos conducirá al cine adecuado para presenciar una de esas bellas rarezas. En mi caso, la noticia de Código 46 provino de un amigo cuyo gusto cinematográfico generalmente no falla (y cuando lo hace, pues mejor ni decirle).
El inglés Michael Winterbottom es el responsable de esta película que, como el resto de su obra, explora los temas del amor y las relaciones humanas. De la visión de este director surgieron, entre otras, Bienvenidos a Sarajevo (1997), primer filme occidental que abordó la guerra en los antiguos territorios yugoslavos, Wonderland (2000), donde plasmó la vida de la clase media-baja londinense mediante la historia de tres hermanas, y 24 Hour Party People (2002), retrato de la escena punk del Manchester de 1976. Si no las vio en cartelera, no se acongoje. Casi todas han corrido con la misma suerte del último filme de Winterbottom, pero ahora pueden encontrarse gracias a la magia del DVD o a los ciclos de la Cineteca Nacional.
Los protagonistas de Código 46 han transitado también los senderos de las “películas de muestra”, aunque cuentan con sus apariciones en las palomeras-taquilleras: Tim Robbins será por siempre recordado por los ya clásicos Sueño de fuga (1994), en su momento un fracaso en taquilla, y la reconocidísima Río místico (2003), y pronto lo podremos admirar en el predecible éxito La guerra de los mundos (2005), junto a Tom Cruise, Miranda Otto y Dakota Fanning; Samantha Morton, aunque desde hace ya varios años se hizo de un nombre en el cine independiente británico, de este lado del océano no fue conocida sino hasta que personificó a la mudita tímida de El gran amante (1999) de Woody Allen y a una de las clarividentes (“precog”) de Sentencia previa (2002) de Steven Spielberg, aunque muchos tal vez la recuerden como la sirena de un video de U2.
Estos dos actores, en general apartados del mainstream hollywoodense, personifican en Código 46 a dos amantes que, de igual forma, se alejan de las normas sociales y legales con tal de estar juntos. William (Robbins) y María (Morton) habitan un futuro que se antoja demasiado cercano, en el que las ciudades están controladas severamente y son accesibles sólo mediante una especie de aduana; sus habitantes cuentan con todo tipo de comodidades, pero viven básicamente de noche, debido a los excesivos daños que causa la luz solar. Fuera de ellas sólo existe un vasto desierto y algunas poblaciones habitadas por puros descastados (de hecho, ser enviados a ellas es un castigo reservado para los que cometen crímenes de cierta importancia), infestadas de estreptococos y llenas de restricciones: el actual Tercer Mundo, pues. Transitar por las distintas ciudades se dificulta ya que no todos pueden conseguir los documentos necesarios, pero se facilita pues existe un lenguaje universal: una base de inglés mezclada con francés, italiano y, sobre todo, español. Resulta curioso notar que muchas de las palabras más importantes están en ese último idioma, como “papeles”, nombre con el que se conoce a los famosos documentos para ingresar a las ciudades y para moverse entre ellas.
Son justo estos “papeles”, aunados al destino, claro está, los que juntan a la pareja. William es un padre de familia estadounidense enviado a Saigón para investigar la impresión ilegal de papeles en la sucursal local de Esfinge, empresa internacional que tiene el monopolio de su expedición y cuyo lema reza: “The Sphinx knows best” (La Esfinge sabe más), refiriéndose a su omnipotencia al decidir quién obtiene sus servicios, para cuándo y para dónde. Al entrevistar a los trabajadores de la empresa se topa con María y, aunque descubre inmediatamente que ella es la culpable del delito, no la denuncia, sino que se entrega de lleno a un romance que dura lo que le permiten sus papeles: 24 horas. De regreso a su hogar y a su realidad, no deja de pensar en ella, aunque trata de evitar su regreso a Saigón cuando es requerido, pues la impresión ilegal de papeles continúa. Pero regresa, y ya en aquella ciudad el objetivo de su investigación cambia: María ha desaparecido. Cuando finalmente la encuentra, después de haber roto cuanta regla se le ponía enfrente, se topa con que, sin saberlo, ambos han roto el Código 46. Esta ley, parte de una legislación en materia de genética que ya no se siente tan lejana a nuestros días, y necesaria en un mundo repleto de clones, dicta que ninguna pareja que comparta el 25, 50 o 100 por ciento de información genética puede estar junta, y mucho menos procrear. Y ya mejor ahí le dejo para no revelar el resto de esta magnífica historia que, mientras más días pasan después de verla, más gusta.
Además del guión y las actuaciones, otro elemento a destacar en Código 46 es su soundtrack, en el que participan, entre otros, Coldplay, Freakpower (nombre utilizado en algunos proyectos por Norman Cook, mejor conocido como Fatboy Slim), Asha Boshle y Milla Jovovich. Mick Jones, antiguo miembro de The Clash, participa también en la banda sonora y en la película misma: interpreta en una escena ubicada en un bar karaoke (parece que, para nuestra desgracia, éstos sobrevivirán en el futuro) “Should I Stay or Should I Go”, canción muy ad hoc para la cinta, ya que mezcla el inglés con un muy masticado español.
Finalmente, y muy a pesar de su pobre distribución y nula publicidad, Código 46 tiene todo para convertirse en filme de culto para los que se topen con ella. No dejen de toparse.



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Publicado originalmente en: La Crónica Cultural, no. 97 (19 feb. 2005), p. 15.